13 de Abril del 2009 a las 11:22 Escrito por Jaime Aguilera
Hace ya algunos años, Cuauhtémoc Cárdenas, por aquel entonces líder de la oposición en el parlamento mexicano, inició una visita oficial a España. Una de sus paradas era Córdoba, ciudad en la que la corporación municipal comunista le esperaba para descubrir una nueva estatua en honor a su padre, Lázaro Cárdenas, quien presidiera México entre 1934 y 1940. Todo el boato y protocolo se convirtió en estupor cuando Cuauhtémoc, al descubrir el busto, le dijo en voz baja a alguien del ayuntamiento cordobés que aquel señor allí representado no era su padre, sino otro presidente de ideología contraria.
Algo parecido ocurrió cuando se inauguró un monumento -creo recordar que en el propio cabo donde ocurrió la batalla del Trafalgar- con motivo del bicentenario de este combate naval. En el citado monumento estaban grabados todos los buques que tomaron parte en la confrontación, pero curiosamente en la lista había uno de sobra: el buque “Antilla”. El escritor Pérez-Reverte lo había añadido en su novela “Trafalgar” y se ve que, ni corto ni perezoso, el encargado de pasar la lista al escultor había tomado como fuente no un tratado de historia sino la propia novela, de ficción, de este gran novelista.
Ayer mismo saltó la noticia del garrafal error en el nuevo mural que se está colocando en una plaza de Ceuta, y que pretende ser un homenaje a las provincias españolas. Precisamente una de las más cercanas, Granada, ha sido confundida con la isla caribeña que tiene el mismo nombre. Y no tiene mucha explicación que a nadie le haya llamado la atención que en el flamante escudo el lema estuviera en inglés, que hubiera un papagayo azul, o que la fruta de la granada no apareciera por ningún lado.
Estos tres ejemplos al sur de Despeñaperros, y casi me arrepiento de haber utilizado este complemento de lugar porque quiero pensar que es una mera coincidencia, tienen como nexo en común la falta de rigor en la documentación heráldica o histórica. Y es que si los políticos de rodean de “indocumentados” lo que viene después suelen ser estos “patinazos monumentales”.
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3 de Abril del 2009 a las 13:30 Escrito por Jaime Aguilera
Había que verla. Llega un momento en que cuando todo el mundo lee un libro, o ve una película, o, como en este caso, ha sido la triunfadora indiscutible de la noche de los Oscar, no tienes más remedio que verla, aunque sólo sea para poder denostarla con conocimiento de causa.
En el caso de “Slumdog millionarie” se puede criticar su final, que no voy a desvelar para quién no la haya visto; o su extraña fotografía, de la que uno en algunos momentos duda si el hecho de que sea tan mala ha sido a propósito o sencillamente una casualidad. Por cierto, una precisión: si veo la película en versión original es lógico que se me presente el título en la misma versión, la original. Pero de la misma forma que cuando hablo en castellano digo “Londres” y no “London”, si la versión que voy a ver es doblada, el título, en lógica consonancia, debería ser también doblado; con más o menos fortuna (hay ejemplos dignos de estudio), pero doblado.
Sea como sea, en mi caso tengo que reconocer que me mantiene pegado a la silla todo el tiempo que dura la proyección; es más, el largometraje parece más bien un mediometraje por la sensación de que el tiempo ha pasado muy rápido. Y eso, en los tiempos que corren, es todo un éxito.
Recuerdo que hace muchos años devoré con pasión otra historia de la India: era la novela de Lapierre “La ciudad de la alegría”. Después de terminar su lectura uno quedaba sobrecogido con historias de la más absoluta de las pobrezas, uno quedaba sobrecogido al darse cuenta del privilegio con el que contamos los que vivimos dignamente en un país occidental, y del que la mayoría de las veces no somos conscientes. Igualmente cuando se encienden las luces, después de terminar el número musical de Bollywood con el que concluye la película, uno tiene las mismas sensación que con el libro que he citado, y uno entiende la frustración de algunos de los actores cuando se han tenido que enfrentar de nuevo a su vida en Bombay, después de un breve sueño americano.
La India no deja indiferente, la mayor democracia del mundo provoca odios y amores, sentimientos todos que invitan a un viaje radical hacia lo diferente, pero para eso, como rezaba otra película, hay que tener “Pasaje a la India”.
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27 de Marzo del 2009 a las 10:53 Escrito por Jaime Aguilera
La primera tarde de primavera me ha sorprendido paseando por las calles y plazas de Lucena.
El aire extrañamente tibio te invita a seguir caminando, a seguir observando con la obscenidad inocua de un consumado “voyeaur”. Abundan las heladerías que, al igual que ocurre con “Los italianos” en Granada, parecen anunciar, con la puesta de gala de sus terrazas, el inicio del buen tiempo. Abundan también las joyerías, quizás herencia de una tradición milenaria cordobesa; incluso me sorprende ver a un sastre en su pequeña tienda abierta al pública. Hay también muchas peluquerías y barberías, incluida una que presume datar de 1900.
En la Plaza de España los niños corren detrás de una pelota. Un joven toma un café junto a su abuela, los dos charlan con una entrañable complicidad hasta que llega una pareja joven con un niño pequeño: el joven le presenta la pareja a su abuela mientras coge al pequeño en brazos.
Cruza por delante mía una señora muy mayor, cristiana vieja, elegantemente vestida, y que parece dirigirse a cualquiera de las iglesias o conventos barrocos de la ciudad; a mi derecha, una mujer con pañuelo musulmán vigila atentamente el juego de sus hijos; justo detrás, la torre del Castillo del Molar, de origen judío, completa la presencia de las tres culturas monoteístas que desde Toledo hasta Tarifa convivieron durante tantos años.
La plaza es un hervidero de gente que pasea, habla, ríe y cotillea. Da la sensación de que todavía hay ciudades donde sus habitantes han sabido apresar al tiempo y donde, gracias a Dios, todavía no han llegado a sentirse prisioneros del minutero.
A una niña le llama la atención que fume en pipa y tome notas. Se acerca y me pregunta: ¿Usted escribe historias? Sí, claro –le respondo gratamente sorprendido con el fugaz interrogatorio. Mientras tanto, el primer atardecer de la primavera se dilata y se recrea de una forma tan pausada que todos hemos olvidado de golpe la breve fogosidad del crudo invierno.
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27 de Marzo del 2009 a las 10:53 Escrito por Jaime Aguilera
Hasta hace unos días sólo había un José Tomás que salía en los periódicos: el torero que ha conseguido devolver la ilusión a muchos aficionados; es más, el torero que ha conseguido que, después de mucho tiempo, aparezcan nuevos aficionados.
Ahora resulta que el sastre que le hacía los trajes a algunos políticos de la Comunidad Valenciana, al parecer previo pago de varios “bin laden” de quinientos euros, también se llama José Tomás.
A los dos, vaya por delante, por ser hoy diecinueve de marzo, felicidades por su santo; un santo, dicho sea de paso, que ha debido de cargar con una paternidad putativa que le han convertido en un segundón incomprendido.
Sea como sea, el José Tomás torero ha querido saltar “a la arena” de los medios devolviendo la medalla de Bellas Artes que en su día le otorgaron a él, y que este año le ha correspondido a Rivera Ordóñez. El otro José Tomás, por su parte, ha querido saltar “al camp” de la polémica denunciando presuntas corruptelas políticas.
Los dos Tomás han metido el dedo de Santo Tomás y han destapado la caja de los truenos. Ha sido entonces cuando dos bandos presuntamente irreconciliables se han hecho fuertes en sus respectivas trincheras. Para unos, después de lo que han hecho, hay que saludarlos con un efusivo “¡Hola, D. José!”. Para los otros, después de lo que han hecho, hay que despedirlos de por vida con un efusivo “¡Adiós, D. Pepito!”.
Y es que, en definitiva, en esta España cainita, polémica y bullanguera, y como dice la canción, el sastre y el torero para unos son Don José Tomás, y para otros Pepe Tomás no más.
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27 de Marzo del 2009 a las 10:52 Escrito por Jaime Aguilera
La noche del domingo pasado, fui a ver a un bar, como un españolito cualquiera, un partido de fútbol del Málaga. Lo hice, como diría el castizo, acompañado de la parienta, del “cuñao” y de la “cuñá”.
Después, volviendo a casa contentos por la victoria de los blanquiazules, observamos con estupor como un quinceañero se dirigía contra nosotros, en motocicleta y yendo por la acera y en dirección prohibida. Nos tuvimos que apartar para no ser embestidos, pero el conductor suicida topó con el hombro de mi “cuñao” y se desequilibró un poco. Por eso tuvo que parar; insisto, encima de un estrecho acerado.
¿Y cuál fue la reacción del sujeto motorizado? Volverse y encararse contra nosotros, y para más inri, coger su móvil para avisar a sus amiguitos al ver que no nos arrugábamos. Fue ahí donde salió de mí el espirítu violento del periodista Amilibia (menos mal que no suelo llevar pistola) y comencé a gritarle lo primero que se me ocurrió y a levantarle el brazo en actitud amenazante.
Me arrepiento de mi comportamiento agresivo, comprendo que lo más inteligente hubiera sido llamar a quien se supone que tiene el monopolio legal de la fuerza; o sea, la policía. Pero comprenderán ustedes que llega un momento en que a uno le pasa como al Lute, o sigue caminando con la cabeza baja o revienta.
La próxima vez no voy a gritar ni a levantar el brazo, pero desde luego no me voy a callar y voy a llamar a la policía; aunque me esté complicando la vida. Porque no podemos tolerar que nuestras calles sean el escenario donde las nuevas generaciones campean a sus anchas con su desidia maleducada, con sus melenas iguales al viento, con sus corceles trucados de dos ruedas y con sus móviles de última generación. Porque hay unas reglas mínimas de convivencia, porque los malos son ellos y no nosotros, porque los que tienen que callar y agachar la cabeza son ellos y no nosotros.
Salvando las distancias, estas situaciones me trasladan al País Vasco, allí los violentos se hacen dueños de las calles y la gente honrada y de bien hace voto de silencio y se mete en sus casas. También esto es otro terrorismo callejero y yo al menos no me pienso callar.
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9 de Marzo del 2009 a las 10:59 Escrito por Jaime Aguilera
Hasta ahora Bolonia era una playa de Cádiz o una ciudad italiana. Ahora también es un “plan” para cambiar algunas cosas en las universidades europeas. Así que para opinar sobre el plan Bolonia me voy a trasladar mentalmente a la ciudad que le dio nombre, más que a la hermosa playa donde casi seguro que hoy corre levante.
Una vez allí, volviendo a pasear por sus plazas y por sus envejecidos soportales, me doy cuenta de lo poco que han mutado las comunidades universitarias: en algunos axiomas básicos en cuanto a principios y organización, seguimos instalados en sistemas de la Edad Moderna –por no ofender y hablar de gremios medievales.
Y ahora resulta que muchos profesores y alumnos se unen y se manifiestan en contra de un “plan” que quiere dotar de un marco común y de movilidad a las universidades europeas, de mayor contenido práctico a las asignaturas, de mayor vinculación con las empresas. En definitiva de que no todo sea la misma inercia que, abusando de la sacrosanta libertad “ex cathedra”, se limite a dictar apuntes desfasados a futuros abogados que saldrán de la facultad de Derecho sin saber dónde colocarse en una sala de audiencias.
Resulta cuando menos curioso cómo rancios profesores y sindicatos de estudiantes le han dado la bandera rebelde de “la defensa de lo público en contra de la privatización” a alumnos aburridos: ya tienen excusa para salir de las aulas y tomar la calle en su irrisorio y particular mayo del 68. Ni siquiera se paran a pensar que lo que defienden con su rebeldía callejera sin causa es que se mantenga el “status quo” de sus catedráticos, donde el “papa estado” (en nuestro caso la mamá Junta de Andalucía) les pone el dinero que pagamos todos, y ellos hacen lo que les da la gana con su excelentísima y magnífica autonomía universitaria.
Puede estar de acuerdo con los detractores de Bolonia en que hay que tener más garantías sobre la financiación (de las becas de los alumnos, no de los presupuestos de las universidades) para que no se restrinja el acceso a un máster o a un postgrado. Pero que no me demonicen maniqueamente todo el plan Bolonia con tal de que todo siga como tal: cada uno con su cortijito-cátedra y el alumno buscándose la vida.
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9 de Marzo del 2009 a las 10:58 Escrito por Jaime Aguilera
Creo que no es la primera vez que aludo en estas líneas a mi agrado hacia la palabra “geltokia”, que significa en euskera sitio de despedida, y que los vascos utilizan con tino para designar a las estaciones de metro, tren o autobús. Pues bien, los pasajeros que sufren un ataque pasajero de enamoramiento suelen despedirse con un beso nada casto, pero no por ello menos amable para los que ponen a la belleza por encima del puritarismo. De ahí que lo normal en el escenario de un “sitio de despedida” sea que los actores se besen en cualquier esquina y a cualquier hora. Excepto para los usuarios de la estación Warrington Bank Quay, en las afueras de Londres, a quienes se les ha prohibido despedirse de sus parejas con un beso en la entrada de la estación.
Al parecer, la queja vino de los taxistas, a los que los enamorados obstaculizaban la zona de descarga con sus besos en medio de la vía. Está claro que San Valentín no va a ser nunca el patrón de los taxistas, y puede que después de esto, el actual titular, San Cristóbal, se esté pensando pasarle el testigo de este gremio a San Pancracio, que mira más por el dinero y por el perejil.
Y encima, lo que más coraje da, es que le estamos haciendo una publicidad estupenda a los sosos ferroviarios ingleses y a sus peseteros –o eureros- taxistas. Por eso le propongo a Renfe, o más bien a Adif, un contracampaña a la española. Una estación cualquiera de la península: en la entrada , la famosa foto de la pareja besándose en París en 1950 de Robert Doisneau. El lema de la campaña al lado: la española cuando besa, besa mejor que la francesa y que la inglesa. Música de fondo: la zarzuela “la leyenda del beso”.
Así por lo menos, conseguiríamos que las estaciones de tren sigan conservando su alma de viajero y de enamorado. Porque por el camino que van los ingleses, ni siquiera Judas se va a atrever a hacer su señal de traición en el andén de la maravillosa estación Victoria de Londres.
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23 de Febrero del 2009 a las 13:15 Escrito por Jaime Aguilera
Hace más de veinte años, en una solitaria y fría tarde de invierno, salí compungida y felizmente deprimido de los cines Renoir de Madrid. Acababa de ver una película en la que Clint Eastwood no llevaba encima sombrero, revólver, purito y manta a rayas comprada camino del desierto del Almería: había dirigido y había producido un largometraje sobre la malograda vida del genial saxofonista Charlie Parker.
Desde entonces, nunca me ha defraudado con películas como “Sin perdón”, “Un mundo perfecto”, “Media noche en el jardín del bien y del mal”, “Los puentes de Madison”, “Million dollar baby” o la fantástica “Mystic River”.
La última que he visto, afortunadamente, tampoco se queda atrás. En “El intercambio” todas las piezas encajan para que el resultado final no sea otro que el de obra maestra; incluida una interpretación antológica de una Angelina Jolie que en esta ocasión no necesita enseñar sus curvas para demostrarnos sus dotes dramáticas. No sé si está nominada al Oscar, pero desde luego sería merecido.
De nuevo, en este film, todo está cuidado hasta el mínimo detalle: la dirección artística, el vestuario, la fotografía, la ambientación. Todo ello por no hablar de un guión que se gesta en Hollywood, que se sitúa en Los Angeles –curiosamente con los premios Oscar también de por medio-, pero que se aparta, no sé si gracias a Dios o a Billy Wilder, del esquema convencional con el que nos tienen saturados: por poner algún ejemplo, aquí no hay historia de amor ni sexo en la protagonista, no hay lucha final entre héroe y villano y, por supuesto, no hay happy end porque no puede haberlo.
Mi director preferido ha sido y sigue siendo John Huston, pero después de más de veinte años Clint Eastwood le pisa “los talones” sin muerte y sin perdón. No sé si es casualidad o no, pero el segundo rinde homenaje al primero en la película “Cazador negro, corazón blanco”, quizá sea por aquello de a rey muerto, rey puesto; aunque, en mi caso, pueda seguir disfrutando de estos dos grandes monarcas del celuloide.
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13 de Febrero del 2009 a las 10:40 Escrito por Jaime Aguilera
“Saber que hay que ceder el asiento de un autobús a una persona mayor”: así definía un alumno a la nueva y polémica asignatura de “Educación para la ciudadanía” (más conocida en los ambientes de los polemistas como EpC). Bueno, nunca viene mal aprender eso, pensé. En el otro bando irreconciliable vociferaba un padre: “no voy a tolerar que le enseñen a mi hijo cómo se pone un preservativo”. Bueno, y sin ánimo de faltar, tampoco viene mal -volví a pensar.
El caso es que decidí documentarme un poco para poner opinar. Por eso, me acabo de leer dos textos insufribles que, a mi modo de ver, recogen los dos manifiestos antagónicos: el propio Boletín Oficial del Estado donde se regula la asignatura y la versión glosada que hace del mismo el Foro Español para la Familia, que promueve la objeción de conciencia en contra de estos contenidos.
La verdad, no entiendo cómo se ha levantado tanta polémica con esta asignatura. Yo la veo como un refrito entre lo que nuestros padres llamaban “reglas de urbanidad”, lo que en nuestra época se llamaba “Ética” y un cursillo abreviadísimo de derechos humanos y derecho constitucional. E insisto, no veo que venga mal darle un repaso a estas cuestiones, aunque, como en casi todas las asignaturas, el verdadero educador en estas cosas es la familia. Curiosamente en esto último le doy la razón al citado Foro: lo que no coincido con ellos es que no se puedan presentar a los Derechos Humanos (y ahora sí los pongo con mayúscula) y al Sistema Democrático como referentes no solo jurídicos sino éticos, precisamente porque el respeto al prójimo es un referente moral por encima de religiones e ideologías, y no está mal que esto se diga en la escuela.
Sea como sea, lo triste es que este sea el principal debate en un sistema educativo que hace aguas por todos sus vértices (repito, incluyendo a la familia como principal educador) y que hoy en día, es uno de los problemas más grandes de este país, entre otras cosas porque se ha perdido el respeto al otro, incluido el maestro.
Lo último: no he encontrado en qué parte se enseña a poner los condones. Pero triste y cínico sería que este padre que protestaba se engañe a sí mismo practicando el método ogino; o que su hijo vaya a aclamar al Papa, y sea uno de los responsables de que después el campo de fútbol esté salpicado de preservativos.
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6 de Febrero del 2009 a las 13:27 Escrito por Jaime Aguilera
Hace poco hablábamos del regalito de un multimillonario a su novia, que no había sido otra cosa que un título de propiedad honorífico y especial: un pedacito de luna. Ahora me vuelto a detener mareándome alrededor de anillos siderales, satélites, constelaciones y cometas: todo ello con ocasión de la celebración en el 2009 del año astronómico internacional.
Gracias a esta celebración, que podéis seguir todos a través de la página web de la UNESCO, he podido descubrir, con la curiosidad boquiabierta del niño que nunca nos debería de abandonar, cómo se puede medir el radio de nuestro planeta Tierra con un simple palo de fregona, o cómo se hace el simulacro de un eclipse parcial lunar a través de un aparato cuyo nombre ahora mismo no recuerdo.
Gracias también a esta celebración, he conocido a mujeres que, luchando contra una “tormenta estelar” de ignorancia y machismo, pudieron darnos más luz sobre las estrellas, como Hepatia de Alejandría o Fátima de Madrid (que no era de Madrid sino de Córdoba). O de hombres como Galileo, que supieron mantenerse firmes frente a otros talibanes que no tenían turbantes, que eran de nuestra misma religión, y que no han pedido disculpas hasta pasados quinientos años.
El otro día, en la mítica Sociedad Astronómica Malagueña, parecía flotar en las sociedades filantrópicas inglesas que tanto gustaban a Julio Verne. Un aire fresco de civismo, ciencia, humildad y racionalidad parecía recorrer los pasillos de su salón de actos y de su biblioteca, curiosamente un antiguo cuartel de la Guardia Civil (otro tipo de pretérito y benemérito civismo).
Fue allí donde tuve la oportunidad de coger entre mis manos un pesado meteorito que cayó en Bolivia hace unos cuantos miles de años, y que tiene una antigüedad estimada de más cuatro mil millones de años: la misma edad, milenio arriba milenio abajo, que se calcula que tiene nuestro planeta. Tanta magnitud de cifras en kilómetros, años y años luz te emociona y te desborda. Me hace recordar el final de la película “El increíble hombre menguante” donde el protagonista, cada vez más minúsculo, se plantea lo insignificantes que somos, lo insignificante que es nuestra vida, nuestra felicidad y nuestros problemas, frente a la inmensa inmensidad del Universo infinito.
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