1 de Julio del 2008 a las 14:04 Escrito por Jaime Aguilera
Lunes santo malagueño: miles y miles de personas caminan detrás de la imagen de Jesús Cautivo; van acompañados por cientos y cientos de nazarenos con túnica y gorro blancos. A mí me acompañada un galés que al principio se asusta porque piensa que está asistiendo a una procesión del Ku Kus Klan. Después de tranquilizarlo, y asegurarle que los de blanco no van detrás de ningún negro, me hace una pregunta con toda naturalidad: ¿cuántos muertos suele haber en el lunes santo malagueño?
Le pongo cara de sorprendido: que yo sepa ninguno. El galés no lo entiende: si hay casi un millón de personas en la calle y con libertad total para beber alcohol, el resultado, a la fuerza, tiene que traer consigo varios muertos.
Y es que los latinos y los mediterráneos sabemos beber sin necesidad de pelearnos; los anglosajones, por el contrario, se juntan unos pocos y se juntan unas pocas pintas de cervezas y ya está el lío montado.
Pero todo cambia, y como en tantas otras cosas, y gracias a la dominación cultural norteamericana a través del cine y la televisión, estamos copiando el modelo para lo bueno y para lo malo. Según las últimas estadísticas, aumentan considerablemente los ingresos en urgencias con heridas de arma de fuego y de arma blanca, con gran aportación etílica en la sangre como añadidura.
Los españoles hemos sido y seguimos siendo pendencieros, desde los tiempos de los embozados y con una navaja en mano estábamos dispuestos a vengar a nuestra hermana y la prima de nuestra hermana. Pero estas son cuestiones particulares y tienen nombre y apellidos. Lo otro es mucho peor, porque es un desconocido quien te da un regalito con forma de faca por cualquier gilipollez.
Menos mal que el próximo lunes santo casi seguro que no estaré otra vez con un galés en Málaga, porque puede que tuviera que pensarme mucho la respuesta y decirle: los mismos muertos que en tu país.
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21 de Junio del 2008 a las 10:34 Escrito por Jaime Aguilera
Acaba de fallecer el director de cine Sydney Pollack. Muchos lo recordarán por películas como Tootsie o Memorias de África. Yo, por el contrario, me voy a detener en otra menos desconocida y que, al igual que esta última citada, es un buen ejemplo del buen cine que hizo el tándem Pollack-Robert Redford.
Sin embargo, en Jeremiah Jhonson el rubio galán no puede rodearse de guapas mujeres, sencillamente porque está más solo que la una en mitad de las montañas nevadas del oeste americano. Si bien eso no impedirá que se enamore de un joven india y que la convierta en su mujer.
Y es que no lo puedo evitar, a mí las pelis de personajes solitarios en mitad del campo me gustan, por eso también me encanta “Un hombre llamado caballo” o la magistral “Derzu Uzala” de Kurosawa.
Jeremiah huye de la guerra y se refugia en las montañas, quiere escapar de la violencia; pero se terminará encontrando con la desgarradora existencia de tener que malvivir en territorio hostil y enfrentándose –de nuevo la guerra- a los indios que asesinan a su mujer.
Dicen que las películas o los libros que nos gustan es porque nos terminamos identificando con el protagonista o con alguno de sus personajes. Puede que sea verdad, porque uno termina siendo, o queriendo ser, un Jeremiah Jhonson que tiene el corazón limpio; que no le gustan las muertes estúpidas, que ama los ríos, el agua y la nieve; que lo que más valora en las mínimas e imprescindibles relaciones humanas es la lealtad y la buena fe (que en el caso de este film se manifiesta en el viejo trampero y en su bella y joven mujer). Eso sí, puestos a elegir, si me tocara vivir como Jeremiah no me gustaría tanto lío con los indios y un poquito más de “oda a la vida retirada” de Fray Luis de León.
En definitiva, si en los periódicos aparece publicada la muerte de Pollack, a mi me asalta de deseo de volver a ver Jeremiah Jhonson –supongo que también como homenaje póstumo a este director-. De esta forma, podré volver a vivir durante más de una hora otra vida en la que soy un anacoreta contemplativo, enamoradizo: dejemos a un lado el hambre que pasa el pobre.
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21 de Junio del 2008 a las 10:29 Escrito por Jaime Aguilera
El director de música Zubin Mehta, a la hora de ser investido como Doctor
Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia, ha declarado que la
música es un instrumento de paz y fraternidad.
Palabras bonitas que por el mero hecho de serlo, y de estar pronunciadas es un
discurso protocolario, a mucha gente le suenan a hueco. Sin embargo, no
deberíamos de caer en la inercia de las palabras barnizadas con una miel que,
de tanto pronunciarse, llegan a empalagar.
Al los que nos gusta escribir se nos presenta una limitación importante: sólo
nos podemos comunicar con los que sepan leer en nuestro idioma. Bien es verdad
que existen las traducciones, pero ya se sabe: “tradutore, traditore”; porque
por muy bien que haga su trabajo el traductor nunca serán las mismas palabras
y los mismos sonidos que el idioma original. No es vano Nietzsche aprendió
castellano con el principal objetivo de leer El Quijote en su lengua
vernácula.
Por el contrario, la música es un lenguaje único y universal, un esperanto de
la expresión artística que llega al corazón de cualquier ser humano de la
misma forma. Da igual que viva en Harlem o en la Patagonia, en China o en
Londres.
“La música concilia pensamientos, ideologías y lima diferencias; el arte y la
música son elementos que aproximan personas y sentimientos, sensibilidades y
divergencias”, dice Mehta. Y ahí está la iniciativa de Barenboim creando una
orquesta con judíos y palestinos, donde todos hablan el mismo lenguaje
artístico y donde, cada uno respetando su identidad, las diferencias se hacen
ridículas.
El otro día, en Málaga, varias bandas de música desplegaban sus melodías por
plazas céntricas de esta capital: el aire de ese sábado soleado parecía más
tranquilo, más pacífico, más bello.
No sé si ha ocurrido alguna vez, pero desde luego yo no recuerdo ningún caso
donde un músico haya sacado una pistola y haya matado al compañero de al lado.
Ya se sabe que la música amansa a las fieras, y aunque sólo fuera por eso
todos deberíamos practicar la sana costumbre de escuchar y hacer música. De
esta forma todos tendremos la misma meta que Metha, que no es poco.
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7 de Junio del 2008 a las 23:42 Escrito por Jaime Aguilera
Para la Güen y la Marquesa
Primero desapareció el cine Victoria, el Andalucía y el Astoria. Ahora le va a tocar al único que quedaba en el barrio del chupaytira y a uno de los más míticos de Málaga: el cine Albéniz.
Aunque a algunos televidentes tomateros les resulte un poco increíble, este sitio se llama así no por Cecilia, la exmujer del presidente de la República Francesa, sino por su bisabuelo, el insigne y olvidado músico D. Isaac Albéniz. Eso sí, doy por hecho que el teatro municipal que sustituirá a este viejo templo del celuloide no se llamará Sarkozy, aunque todo es posible.
La cosa es que cuando cierre sus puertas lo peor de todo es que se pierde, quién sabe si definitivamente, una forma de ver cine en cuanto al antes y al después de la propia proyección: una forma en la que se deja de hablar de calles para nombrar centros comerciales, una forma en la se cambia el paseo por los escaparates, la terraza por la franquicia, el camarero por el autoservicio.
Porque en lo único que ganan los multicines modernos es en la comodidad de sus butacas, ahí me callo; en lo demás, insisto, cada vez más la sensación de que estoy pasando de aficionado a un número de entrada de espectador, de cinéfilo sin pretensiones a borrego adocenado y consumista.
Apurando los últimos estertores de estas salas de la calle Alcazabilla, el otro día fui a ver “Las chicas de la lencería”. Me dí cuenta de que, en el fondo, este tipo de películas de cine independiente europeo se parecen bastante: humilde pero buena producción, cuidada fotografía y, sobre todo, un guión tragicómico que habla de las miserias y de las grandezas humanas con un sonrisa cómplice.
En definitiva, quizás sea un estúpido y trasnochado romántico. Al menos me consuelo que al menos hay otras que piensan como yo: las chicas del Albéniz, señoras respetables de más de 50 años que prefieren este tipo de cines en extinción y este tipo de películas poco comerciales. Señoras que, como yo, prefieren la conversación a las rebajas, la sonrisa al grito y, sobre todo, un sujetador con encajes hechos a mano a una pistola.
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22 de Mayo del 2008 a las 13:34 Escrito por Jaime Aguilera
Lo primero que tengo que decir, para que nadie se lleve a engaño, es que considero a Emilio mi amigo. Por eso lo acompañé hace unos días en la inauguración de su nueva exposición de pintura, que estará abierta hasta el próximo 30 de mayo en la sala de Cajamar en Málaga.
Sin embargo, esta amistad no es el motivo por el que quiero invitarles a que vayan a verla. La razón no es otra de que puedan disfrutan de lo que, a mi juicio, no deja de ser un paseo por imágenes oníricas y por anatomías figurativas.
Y es que Emilio, debido entre otras cosas a su sordomudez, se ha refugiado en un mundo interior de ilusiones y miedos, de sueños y frustraciones. Ha tomado una tela de color pardo o celeste y la ha puesto de fondo y marco de sus ensoñaciones.
El resultado de todo este proceso mental y artístico ha sido un ejército de figuras humanas de geografía y estructuras clásicas. Personajes muchos de ellos sumidos en el más profundo de los sueños, historias que nos hablan de una angustia vital que quiere ser libre: de hecho, en sus últimas obras va siendo habitual el contraste entre pájaros y mariposas –los dos pueden volar- compartiendo escenario pictórico con alambradas de espino.
Por poner algún defecto, yo le pediría a mi amigo Emilio que abandone la secuencia de estampas de ciudades andaluzas como, por ejemplo, la Alhambra de Granada o “El Cenachero” de Málaga: no dicen nada nuevo de su voz artística, lo único que demuestran una vez más es su depurada técnica, y eso ya lo sabemos. Algo parecido ocurre con la serie de tauromaquia, preciosa en su ejecución (ojalá alguna entidad relacionada con el mundo de los toros se la compre a buen precio, merece la pena) pero que se evaden de su lenguaje artístico tan particular.
Porque este lenguaje, esta voz propia de formas y colores, es ante la que uno puede rendir pleitesía: las palabras que a duras penas salen por su boca, salen a borbotones cambiando la saliva por el aceite de los óleos. No abandones nunca tu clamor, Emilio, porque el silencio de tus tímpanos se rompe con el estruendo de tus colores, porque tus labios son la música de tus pinceles.
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15 de Mayo del 2008 a las 13:24 Escrito por Jaime Aguilera
En Málaga, la primavera viene dos veces al año.
Cualquiera que tenga el privilegio de recorrer sus calles, cualquiera que se deje embriagar con la luz tamizadamente luminosa de sus mañanas, puede descubrir unos árboles, las jacarandas, que por esta época adquieren tonalidades vistosamente violáceas. Tonalidades que después se tornarán verdes como el resto de árboles hasta que en otoño, como si de un extraño y repetido renacimiento primaveral se tratara, se volverá a repetir esta secuencia de colores. Curiosamente los malagueños tienen en estos árboles a unos abanderados de excepción, ya que les muestran generosos dos veces al año su insignia “verde y morá”.
Las jacarandas, o jacarandás, originarias de Sudamérica -su nombre deriva del guaraní- han conseguido que gentes de todo el mundo, atraídos sin duda por su belleza mutante y un tanto decadente, las secuestren para sus campos y, sobre todo, para sus ciudades (hasta mi mujer quería que pusiéramos una en nuestra terraza). El caso es que hace muchos años alguna de sus antecesoras viajó hasta el puerto de Sevilla, se multiplicó por rincones y aceras de la capital hispalense, y se extendió por toda Andalucía.
Porque hay árboles de ribera, de bosque, de parque, de jardín, de plaza, de campo y de calle. Algunos de ellos no soportan bien vocaciones urbanas impuestas por los hombres. Otros, en cambio, como los naranjos, exhiben su azahar con declaración expresa de amor callejero. Y algo parecido ocurre con las jacarandas, que se muestran partidarias desde un primer momento de vestir al asfalto y al cemento de lujosos trajes de temporada.
No lo olviden, en Málaga, dos veces al año, cuando el aire se llena de tibiezas nacientes o crepusculares, las jacarandas se mudan de vestido para acompañar nuestros días y nuestras horas con su sombra malva y acogedora.
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5 de Mayo del 2008 a las 13:14 Escrito por Jaime Aguilera
Quizás hubiera sido más justo titular este artículo sin la “D” medial de la primera palabra, porque esa sería la transcripción fonética andaluza de un vocablo que se suele pronunciar más que escribir.
Porque la cosa va de flatulencias: resulta que el experto mundial en este tipo de emisiones homínidas, Michael Levitt, ha expuesto la nariz de dos voluntarios a las consecuencias anales previsibles de 16 personas atiborradas con carácter previo a base de judías. Eso sí, Levitt ha tenido el detalle de cambiar los sépticos traseros por unos falsamente asépticos matraces que habían sido recargados, como si fueran mecheros, con el gas extraído de estas 16 criaturitas.
Después, cual catadores de vino o aceite, estos dos voluntarios describían el olor y le ponían nota. Lo que no entiendo es, si querían distinguir variedad de olores, como no sumaron a las alubias coles o coliflores, que quizás hubieran añadido matices más frescos y tonos más afrutados.
El caso es que los resultados no han dicho nada nuevo: lo normal en el ser humano emita entre 10 y 20 ventosidades al día (y el que diga lo contrario miente) y es más habitual entre los hombres que entre las mujeres.
Además, se ha descubierto que lo que provoca el mal olor son básicamente tres compuestos. El sulfuro de hidrógeno, que ésta también en los huevos podridos: cosa normal teniendo en cuenta que es otro huevo podrido el que actúa como colofón de la flatulencia. A lo anterior se le añade el escatol, que está también en la carne de cerdo, y es que, ya se sabe, si quieres verte por dentro mira a un cerdo abierto. Y un último que es el indol, que también está en una pequeña proporción –curiosamente- en el aceite de jazmín.
Así que, ya saben, cuando se vean atrapados en el ascensor por la herencia hedionda que ha dejado un amable vecino, piensen en positivo, piensen en el indol, piensen en que lo que les ahoga es en parte una fresca y primaveral fragancia de jazmín.
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28 de Abril del 2008 a las 9:23 Escrito por Jaime Aguilera
Estoy un poco saturado de películas españolas sobre la Guerra Civil; sin embargo, como a mi mujer le apetecía mucho ver “13 rosas”, y como se lo merece después de aguantar mis esporádicas cintas con pretensiones cinéfilas pero aburridas, ha prevalecido con justicia su criterio.
La película, como me esperaba, es una producción con parámetros elevados de calidad en el diseño de vestuario, en la puesta en escena, en fotografía, en la banda sonora. No obstante, el problema de base, insisto, es mi hartazgo de este tipo de películas, un cansancio sobre un tema manido y recurrente, barnizado ahora con el martirio en clave femenina, aunque no hacía falta una cinta políticamente correcta para denotar que también las mujeres sufrieron los abusos de esta guerra fraticida.
Ha tenido que llegar la parte final para que haya saltado la vena sensible que todos llevamos dentro. La opinión sobre cualquier largometraje, como la opinión sobre cualquier expresión artística, esta muy condicionada al momento íntimo y personal del espectador, oyente o lector (es lo que defiende la llamada teoría de la “recepción”). En mi caso, la búsqueda y el hallazgo del expediente administrativo donde queda documentado el fusilamiento de mi abuelo por parte de las milicias republicanas, y mi propia paternidad, han sido el detonante para que no pare de llorar hasta que se han encendido las luces.
Porque, al igual que mi padre, y al igual que le ocurre al personaje de la madre que encarna Pilar López de Ayala, estoy convencido de que el último pensamiento de mi abuelo antes de recibir la bala injusta y asesina fue para los tres hijos pequeños que dejaba en este mundo.
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17 de Abril del 2008 a las 9:17 Escrito por Jaime Aguilera
Como si de un extraña simetría se tratara, y dentro del Festival de Cine de Málaga, vuelvo al Albéniz a ver otro documental: “Rif 1921. Una historia olvidada”. Llego corriendo al final de la presentación y al entrar en la sala casi tengo una colisión de lujo: estoy a punto de llevarme por delante –el sueño de alguna que otra fans- a Imanol Arias, narrador de la historia.
Acabo de leer con fruición el libro de viajes por esta región de Lorenzo Silva, “Del Rif al Yebala”, y descubro con agrado que este escritor ha colaborado como guionista en el documental.
La cinta me parece que disecciona con precisión y con amenidad –aunque la segunda mitad resulta un poco más espesa- un conflicto bélico que claramente ha marcado la historia del siglo XX de nuestro país, y que sin embargo permanece en el más intencionado de los olvidos. Sólo un detalle, gracias al imperio cultural –sobre todo cinematográfico- de los Estados Unidos conocemos con mucha más profundidad la guerra de Vietnam que la guerra del Rif. Todo ello a pesar de que ha sido determinante en muchos aspectos. Basten dos ejemplos simbólicos y sintomáticos al mismo tiempo: esta guerra será la plataforma de lanzamiento de dos desconocidos hasta entonces, Francisco Franco y Pablo Iglesias.
A principios del siglo XX, Marruecos entra en la tarta africana a repartir por las potencias coloniales. Francia opta por una colonización sociocultural y económica y España, por desgracia, se queda en la ocupación militar a la fuerza. Curiosamente hay dos personajes que representan muy bien dos visiones antagónicas: el mariscal Lyautey, homosexual, preocupado porque el poder tribal y del sultán no desaparezca (sigue habiendo monumentos en Casablanca en su honor) y, por otro lado, el general Silvestre, empeñado en demostrar a su amigo el rey Alfonso XIII los cojones que tienen los soldados españoles. Resultado: más de diez muertos vilmente asesinados, torturados y abandonados en el Barrando del Lobo y, sobre todo, en Annual.
Con cada uno de esos soldados de clase humilde –los ricos pagaban y se libraban- todos los españoles tenemos contraída una deuda: recuperar de la ignominia y el olvido nuestro particular y castizo Vietnam rifeño.
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10 de Abril del 2008 a las 9:27 Escrito por Jaime Aguilera
Todo se acaba. Hace unos días dejó de existir, dentro del Regimiento de Transmisiones 22 con sede en El Pardo, la Sección Colombófila del Ejército de Tierra: sus integrantes eran cinco soldados y trescientas palomas mensajeras.
Y es que el ejército ha decidido dejar a un lado su vena romántica -que la tiene y muy acusada- y subirse al carro exclusivo de las nuevas tecnologías de la información; o sea, cambiar al pajarito por el móvil o el ordenador portátil. Lo más reaccionario dentro del gremio castrense -que lo sigue habiendo- advierten con maldad, y sin faltarles parte de razón, que a ver dónde van a acudir cuando fallen los aparatos modernos y no puedan enviar un mensaje.
En el acto se recordó el asedio durante la Guerra Civil al Santuario de la Virgen de la Cabeza, en Jaén, donde estas aves con vocación de cartero jugaron un papel fundamental: hacerles llegar a los Guardia Civiles sublevados y sitiados –junto a 1200 personas más- la manera en la que iban a recibir los alimentos. Especialmente se recordó a una de ellas, la condecorada paloma 46415, que fue herida de bala, llegó al santuario, arrastrándose, y murió justo después de entregar el mensaje. Se ve que la 46415 no tenía nada de republicana, lo mismo era aquella de Alberti que tanto se equivocaba. Sea como sea, supongo -no estoy del todo seguro- que será el único miembro de nuestro ejército que permanece disecado.
Como diría Lampedusa, todo cambia para que todo siga igual. En este caso, el ave ya no lleva los mensajes volando sino sobre dos raíles y, lo más importante, en el ya no tan varonil ejército español hay palomas con pluma que son despedidas; a cambio y por fortuna, se les da derecho de admisión a palomos con pluma que no saben volar, pero que están dispuestos a dar su vida por la Patria –con mayúscula-; eso sí, siempre que estemos hablando de un misión de paz y con mandato de la ONU.
En definitiva, el ejército y sus plumas han servido hoy para que yo ejercite la única pluma que tengo, que hace tiempo dejó de ser de ave mojada en tinta y se convirtió en una pantalla y unos botoncitos.
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