3 de Abril del 2008 a las 13:01 Escrito por Jaime Aguilera
No han sido partes de guerra, pero lo cierto es que ha sido un goteo claustrofóbico y exasperante de desaparecidos: Yeremi, Amy, Madeleine y Mari Luz.
La aparición del cuerpo de esta última ha abierto la polémica sobre el funcionamiento de nuestro sistema judicial. Yo, por mi parte, no quiero echar más leña a un fuego vociferante y un tanto estéril, únicamente plantear formas de actuación que con suerte nos hagan evitar algunos de estos episodios fatales.
En el ámbito policial creo que se hace necesario superar la obligatoriedad de que pasen 24 horas para atender a la denuncia de la desaparición de un menor: justamente esas primeras horas son cruciales para evitar lo peor. Protocolos como la alerta Amber en Estados Unidos hacen que policía, hospitales, servicios sociales… inicien la búsqueda al mínimo indicio que un niño puede estar en peligro. Para ello también es necesario que exista un Registro Especial de personas condenadas por este tipo de delitos, que curiosamente ya existe para maridos maltratadores. La conjunción de todo lo anterior puede que hubiera permitido que el mismo día que desapareció Mari Luz, en la puerta de Santiago del Valle no hubiera tocado el padre de la niña sino la propia policía.
En sede judicial, y sin entrar en los males endémicos –espero que no crónicos- de la lentitud y la excesiva burocratización, es básico que se implante una red de información única sobre procesos penales: ojo, en España y no en cada comunidad autónoma por su cuenta. Solo ahí se puede evitar el bochorno de que Santiago del Valle estuviera en “paradero desconocido” para un juzgado de Sevilla y presentándose cada quince días en un juzgado de Cuenca.
Seguramente, después de que se pasaran los vándalos y se quedaran los visigodos, todavía nos queda bastante de bárbaros. De ahí que sea una posibilidad probable que la misma Santa Bárbara sea española: eso ayudaría a explicar que siempre nos acordemos de ella cuando truena, rogando, rogando, pero sin el mazo dando. A ver si después de esta feroz tormenta en la bahía de Huelva, la calma no nos hace olvidar que es necesario pensar y aplicar medidas serias, serenas y urgentes.
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28 de Marzo del 2008 a las 15:03 Escrito por Jaime Aguilera
Conforme se van descubriendo los secretos y los sonidos de las palabras, la melodía que las acompaña va urdiendo, poco a poco, la tela de araña de la devoción por la poesía que todas ellas llevan dentro.
En mi caso, la lluvia de los años y el torrente de unas cuantas lecturas ha dejado los sedimentos de algunas palabras ya antiguas que, sin embargo, mi memoria caprichosa mantiene latente en sus archivos, sobre todo en lo que se refiere al momento en que se me presentaron.
No recuerdo la edad. Una tarde de la añorada infancia me esforzaba en mi casa por hilvanar una redacción que me habían mandado hacer en el colegio. Le enseñé a mi madre el primer borrador y me sugirió intercalar en el párrafo final “y no pondero si les digo”. El verbo ponderar, conjugado en los labios de mi madre, se apareció ante mí como algo “poderoso”.
Poco tiempo después tuve el privilegio de descubrir la belleza modernista de las esdrújulas. No estoy seguro, pero creo que era en un relato infantil de Jack London. La acción se situaba en un lago del altiplano boliviano: de pronto, de entre los juncos, salió volando un “ánade”. Todavía hoy, a pesar de haber rebajado la suntuosidad de esta palabra con su uso recurrente en los crucigramas, me sigo emocionando con su belleza.
La siguiente también fue esdrújula y, cómo no, fue en uno de los imprescindibles relatos de Sherlock Holmes. En uno de ellos, no me acuerdo en cual, el Dr. Watson refería que los efectos sobre la víctima –otra esdrújula- de no sé qué sustancia habían sido muy “drásticos”. Dios mío, era la primera vez que me enfrentaba con este tipo de efectos, pero desde luego no podían sonar más preocupantes.
Conocemos muchas palabras, tantas que no conocemos cómo las conocimos, cómo fue el primer encuentro. A mí, intuitivamente, la memoria me ha llevado, como el bolero, con tres palabras, al paraíso perdido de una infancia donde se descubrían verbos poderosos, paisajes con gansos y un detective que fumaba en pipa y tocaba el violín.
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10 de Marzo del 2008 a las 11:43 Escrito por Jaime Aguilera
Ocho y media de la mañana. Los días ya son más largos, entra una luz de neblina por mi ventana y veo pasar dos barcas de pescadores. Mi hijo se mete en mi cama y me dice sonriente que hoy no hay cole: es el día de Andalucía. Me acuerdo de mi compañero de habitación en el colegio mayor, Jon Ander Asurabarrena de nombre y nacionalista radical vasco por devoción. Siempre me echaba en cara en este día que Almería votó que no y luego tuvimos que hacer el apaño. Yo le daba la razón y le recordaba que su segundo apellido era González; a continuación compraba la botella de Málaga Virgen y después de cenar me iba a la fiesta que solían organizar los jerezanos. Sin embargo, me doy cuenta de que, en una extraña paradoja, cuanto más queremos insuflar en vena y por decreto una identidad andaluza, oficial y artificiosa algunas veces, más se pierde el santo y seña de la Andalucía de la que tan orgulloso me siento. No hay, por mucho que se empeñe Canal Sur, una Andalucía única, festiva y con acento del bajo Guadalquivir –donde fue a pescar Pinocho, papá-. Cuanto más destruyamos esta diversidad centenaria y enriquecedora más nos instalaremos en una uniformidad anodina y que será cualquier cosa, pero no Andalucía. En estos últimos años la Andalucía universal con la que nos llenamos la boca es menos universal que nunca, porque ha empezado a cerrar sus puertas y a mirarse a un ombligo que se ha puesto tan blanquiverde que a veces parece oxidado. En esta nueva Andalucía es más importante saber quién fue el padre de la patria –andaluza, no hay que decirlo- que quién fue el padre de la filosofía griega –a quién le importa ese rollo tan antiguo. En esta Andalucía centenaria, hija primogénita de una España cainista, todavía hoy muchos se niegan a cantar su himno, o peor aún, se avergüenzan porque lo consideran antiguo, folklórico y sectariamente de izquierdas. A mí la única vergüenza que me da es que mi hijo, con tres años, me rectifica cuando comenzamos a tararear el himno (papá, no empieza por “aaandaaluuces…” sino “laaa baandera…”). Hijo, le respondo, por lo menos tenemos letra. No me entiende. Nos vamos a hacer un puzzle de animales y a desayunar.
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21 de Febrero del 2008 a las 10:20 Escrito por Jaime Aguilera
Dos no se pelean si uno no quiere. Intento ser ese uno, o, mejor dicho, no lo intento, porque creo que huyo de la violencia verbal y física por cuestión de carácter, porque soy así, vamos. Pero últimamente, en lo que concierne al tráfico rodado, donde el primero que voy un poco estresado soy yo mismo, hay momentos en los que me uno al otro y ya somos los dos que se necesitan para que se inicie la guerra.
Me suele ocurrir más con las motocicletas. En ciudades mediterráneas, cálidas y atascadas como Málaga, los pequeños insectos de dos ruedas ya son una pandemia crónica. Y no pasaría nada si la cosa se quedara ahí, lo peor viene cuando este ejército escurridizo en convierte en un rebaño de piratas con patente de corso para quitar los silenciadores de los escapes, para saltarse los semáforos y los ceda el paso, y para adelantarte por tu derecha.
Y lo peor de todo es que el saqueo a las normas de educación vial es sólo el anticipo de la ausencia de normas de educación cívica. Yo soy el primero que también se salta las normas y juega a ser pirata en un momento dado, la diferencia estriba en que si mi actuación se me va de las manos y provoca un riesgo en otra persona lo mínimo que puedo hacer es disculparme y gestar un raquítico propósito de enmienda. Pero me doy cuenta de que hay muchos conductores que no son así –insisto, son clara mayoría en los jóvenes motociclistas-: cuando me dirijo a ellos para recriminarles no ya que no hayan cedido su silla de autobús a una persona mayor, sino que acaban de poner en claro riesgo su propia vida, la de mi familia y la mía propia. Pues eso, cuando les digo que, por favor, no lo hagan más veces no se crean que agachan la cabeza resignadamente; todo lo contrario, te increpan, te insultan y te comen por sopas.
Es en ese momento cuando me acuerdo del periodista Aminibia: porque entra por primera vez entre mis opciones coger una pistola y exhibirla amenazadoramente. Y la verdad es que me doy miedo de mí mismo.
Hoy en día, la temperatura del asfalto es un buen termómetro del respeto a los demás a través de unas normas que no se han puesto gratuitamente, sino para que haya menos accidentes. No hay duda, todos, en especial nuestros jóvenes conductores, estamos contribuyendo para que el asfalto cada vez tenga más fiebre y sea más jungla.
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7 de Febrero del 2008 a las 10:34 Escrito por Jaime Aguilera
La semana pasada fueron encontrados dos recién nacidos en sendos contenedores de Almería y Santa Fe: el primero milagrosamente todavía con vida; el segundo, muerto y con señales de llanto en su cara.
Me van a permitir que rescate mi latente vocación de “abogado de menores” y vuelva a criticar una sentencia de 1999 de la Sala Primera de lo Civil del Tribunal Supremo.
En la noticia publicada por este mismo semanario se habla de que “los últimos casos de abandono de recién nacidos evidencian la falta de información de algunos colectivos”: es cierto, sobre todo los colectivos de inmigrantes.
Pero también habla de “se puede dejar al recién nacido en el hospital sin represalias” y “con total discreción”: esto fue cierto, y yo mismo lo he puesto en práctica recogiendo la voluntad de varias madres, pero fue cierto mientras existía la opción personal de aparecer como “madre desconocida” en la partida de nacimiento.
Sin embargo, el Tribunal Supremo derogó esta posibilidad “por inconstitucionalidad sobrevenida”, ya que es contraria a los principios de igualdad, libre investigación de la paternidad y dignidad de hijos y madres.
No voy a ser yo quien niegue el derecho del menor a conocer el nombre y apellidos de la “madre que lo parió”. Pero está claro, o debería estarlo, que si defender este derecho por encima de otros, como viene pasando desde hace años y ha vuelto ha pasar la semana pasada en Almería y Santa Fe, lleva consigo un riesgo inminente o la pérdida definitiva de la vida de la criatura de poco sirven las inconstitucionalidades sobrevenidas.
La madre debe recuperar su capacidad para decidir ser “desconocida”, mas que nada, para que su hijo se salve de un muerte: “conocida” en estos dos casos, “desconocida” en no se sabe cuántos.
Las huellas lacrimógenas en el cadáver del bebé de Santa Fe, lágrimas negras de porcelana, deberían hacer reflexionar a nuestros egregios magistrados. Si no es así, la Benemérita no debería buscar madres sino togas. Pero bueno, aunque sea difícil, no perdamos la “Santa Fe”.
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4 de Febrero del 2008 a las 10:37 Escrito por Jaime Aguilera
En tardes frías, algunas veces con la nieve en el ventanuco, jugaba al ajedrez con mi amigo Miguel –Mikel, para mi mujer y yo- en el sotanillo del Real Colegio Complutense en Harvard. Todos los días me ganaba él: obviamente, porque era y seguirá siendo mucho mejor que yo. Un día, en una descubierta con alfil y torre que me sorprendió a mí mismo, conseguí acorralarlo y darle el jaque mate.
Como es natural, después de esta inesperada victoria, me negué a jugar con Mikel más veces: de esta forma le recordaba que él había sido “el último perdedor”, y le invitaba a que se fuera a jugar y a ganarle cinco dólares al viejo que esperaba sentado y sólo en Harvard Square, inmóvil ante un frío tablero arlequinado.
Mikel me decía que se rumoreaba que Bobby Fisher se había venido de Islandia y vivía de incógnito en aquel barrio tan ajedrecista. Él mismo, en una de sus bravuconadas hispánicas y etílicas, se había apostado una caja de cervezas en el Cellar´s con un tipo raro y barbudo que, por momentos, le recordaba a la cara del genial Fisher. El anónimo contrincante tumbó a mi amigo en quince movimientos y después le perdonó las cervezas.
El caso es que pocas semanas después murió el padre de Mikel y el pobre salió disparado para Zamora vía Boston-Reykiavik-Londres-Madrid. Yo no le dije nada, pero recuerdo que se me pasó por la cabeza que a la vuelta se quedará unos días en la capital islandesa para buscar al irrepetible ajedrecista norteamericano, si es que seguía allí, y vengar al ruso Spassky.
Acabo de ver en los periódicos que ha muerto Bobby Fisher. Ha sido en Reykiavik –se ve que al final nunca se instaló en Boston- y que ha esperado la casilla de su año 64 para completar el tablero de ajedrez de su vida.
Ha sido entonces cuando me he acordado de mi amigo Mikel y del viejo de Harvard Square. He encendido el ordenador, he escrito estas líneas y he jugado dos partidas de ajedrez con un desconocido, una la he ganado y la otra la he perdido.
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24 de Enero del 2008 a las 11:00 Escrito por Jaime Aguilera
A mis amigos madrileños, en especial a Dani y Alfonso
Las ciudades, como los paisajes rústicos o como los propios hogares, aguardan agazapadas en el tiempo detenido, hasta que se desperezan y se ofrecen al paseante.
Madrid se despierta de este letargo y se viste de frío en los atardeceres prematuros que preceden a la Navidad, en las tardes luminosas de una tarde recién estrenada de primavera y, también, como hoy, en las mañanas burguesas y soleadas del un domingo de invierno.
El Madrid más antiguo, a pesar de las cámaras digitales de los japoneses y los gorros de lana andina de los sudamericanos, no puede evitar seguir oliendo a rancio: a abrigo largo, a bacalao, a calamares fritos, a comercios con espejos y rótulos elegantemente oxidados.
Los árboles caducos, preludio necesario de la tibieza de los desayunos de mayo, acompañan ahora con sus brazos desnudos el ascenso del humo de las calefacciones.
En la Plaza Mayor, una pareja –con corbata él, con abrigo de piel ella- atraviesa parsimoniosamente la maraña de corrillos donde se compran y se venden sellos: seguramente irán a misa de doce, a San Ginés. En la calle del Arenal, un joven rapado al cero limpia un escaparate de diseño. En el Real Jardín Botánico una madre, entre el fragor amortiguado del tráfico y el sonido de los pájaros, le enseña a su hijo un ejemplar de olivo lechín de Granada.
Madrid, en tiempos de nacionalismos excluyentes y retrógrados, sigue siendo, menos mal, el cruce de caminos joaquinsabiniano: donde casi nadie es de allí y, sin embargo, todos se pueden sentar cómodamente en la intimidad cómplice de cualesquiera de sus mesas de camilla, al lado de la Puerta del Alcalá, por ejemplo, y con vistas al Retiro.
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17 de Enero del 2008 a las 10:15 Escrito por Jaime Aguilera
Un domingo de hace ya muchos años, mis padres me llevaron hasta la estación de Salinas, en el límite provincial entre Málaga y Granada: desde allí me monté en un tren, junto a primos y a mi hermana, hasta llegar a Antequera, donde nos recogieron los mismos que hacía un rato nos habían comprado el billete.
Mucho ha llovido desde entonces, aunque más debería haberlo hecho en estos últimos años, y en todo este tiempo he intentando cultivar esa pasión ferroviaria que nació aquel día en Salinas. Supongo que deriva de la deformación mental pseudoromántica que tenemos algunos. Pero que más da el origen si nos proporciona un estado de bienestar espiritual.
Las estaciones de tren son casi siempre el mejor escaparate de una ciudad. En euskera, la palabra “estación” se nombra con otra que a mi juicio es más evocadora: geltokia (sitio de despedida), porque no hay sitio más apropiado para decir adiós, o hasta luego, que la estación madrileña de Atocha, que la barcelonesa de Francia, que la londinense Victoria o que la neoyorquina Grand Central, por ejemplo.
Caminante no hay camino, se hace camino al viajar en tren: pagando tasas inexistentes a alcohólicos revisores rumanos; o escuchando a otros leer a los pasajeros libros de poetas de Vermont, rodeados por montañas nevadas. Da igual, sea como sea, hay que viajar en tren: siendo despertado en la madrugada por policías turcos o siendo agasajado con bombones “puntualmente” servidos cerca de Oxford. Da igual, hay que dejarse llevar por un ventanilla y dos raíles.
En 1990, el tren expreso Estrella del Sur salía de Málaga y se sumergía en una noche de insomnio y de naipes, de soldados y estudiantes, de porros y bocadillos. Alguna vez llegamos con tres horas de retraso, tres horas que había que sumar a las ocho o nueve –no recuerdo- inicial y teóricamente previstas.
Hoy les escribo estas líneas en un viaje de vuelta a Málaga en el famoso AVE, escuchando música, consultando Internet, hablando por teléfono móvil o viendo una película. En el viaje de ida las antiguas once horas de viaje quedaron reducidas a tres y media, y encima me devolverán el dinero porque llegó con retraso de casi una hora. En el viaje de ahora los 290 kms./hora a los que puedo ver el paisaje de la tarde plomiza en La Mancha hacen presagiar que esta vez no habrá retraso. Mala suerte.
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10 de Enero del 2008 a las 10:00 Escrito por Jaime Aguilera
Hace ya bastantes años, paseando por Ciudad Rodrigo –escenario incomparable del “Viaje a ninguna parte” de Fernán Gómez-, me llamó la atención que en las calles se seguían poniendo esquelas fúnebres parecidas a las necrológicas que se publican diariamente en los periódicos. Recordé entonces que en mi infancia había una mujer en mi pueblo a la que se le pagaba por ir anunciando, de casa en casa y una por una, el día y la hora de la misa de un difunto.
Pues bien, ni papelitos ni mensajeras, un empresario gurú de la televisión alemana ha caído en la cuenta de que, a pesar de que mueren 800.000 germanos al año y la población está envejeciendo, el mundo de los muertos no estaba todavía explotado en la pequeña pantalla. Así que ha decidido montar “Cadáver Televisión”, un canal dedicado en exclusiva a la muerte.
Por la “módica cantidad” de dos mil euros el programa elaborará una tele-necrológica de dos minutos de duración. El “pack” puede incluir si se quiere fotografías tanto del fallecido como de la familia, adornadas con un bonita puesta de sol o una montaña nevada y, además, de regalo, una buena banda sonora que se nutre de una amplia gama de piezas musicales o de voces “en off” que nos convencen acerca de la paz –no contrastada- del más allá.
Suena mercantilista pero, qué quieren que les diga: todo lo relacionado con la muerte tiene un olor fúnebre a dinero. No hay clientes más seguros que los de una funeraria. Por lo menos algunos podrán disfrutar, a título póstumo, de los de dos minutos de fama de Warhol. Y si antes se pagaban misas, ¿por qué ahora no se va a pagar un bonito homenaje mediático?
Cuando la idea se extienda a España –no tardará mucho- no tendré mucho tiempo para ver las tele-esquelas, pero eso sí, que cuenten conmigo como espectador para ver los documentales sobre cementerios famosos: al igual que el promotor de este nuevo canal, también yo considero los camposantos un “oasis de tranquilidad y reflexión”.
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2 de Enero del 2008 a las 14:09 Escrito por Jaime Aguilera
En la vida hay momentos que son “únicos”: sencillamente, entre otras más causas, porque se tiene la certeza de que ya no se volverán a repetir nunca más.
Por eso hay que saborearlos en los tres tiempos verbales, en el ilusionante futuro, en el fugaz presente, en el evocador pasado: como si fueran un buen vino; desde que se lee con fruición la etiqueta, sin que ni siquiera se haya quitado el corcho; hasta que los comensales siguen hablando de él, una vez que la botella lleva un tiempo vacía.
Hace unos días acompañé a mi hijo en su primera visita a una sala de cine. Días antes se fue preparando el acontecimiento haciendo la inevitable comparación con que se iba a encontrar con una pantalla televisiva, pero mucho más grande. Cuando por fin llegó el momento esperado, el espectáculo “único” no estaba en la pantalla sino en sus ojos abiertos de par en par. En la oscuridad de la sala, con la luz del proyector como linterna “única”, las pupilas del novato espectador estaban tan absortas que se molestaban incluso con su propio parpadeo. Un espectador, por cierto, de una cinefilia casi integrista: me recriminó que le ofreciera palomitas de maíz porque, me dijo, él no había venido a comer sino a ver la “peli”.
Estaba convencido de que se iba a cansar en la casi hora y media que duraba el largometraje de dibujos animados; sin embargo, no sólo no se levantó del duro e incómodo elevador de plástico rojo, sino que ya espera con ilusión su próxima cita con un patio de butacas.
La primera película que yo recuerdo fue en una noche fría de invierno en el antiguo cine de Archidona: “Siete novias para siete hermanos”. Desde entonces han llovido muchos fotogramas que han llegado a formar parte de mí mismo. Espero que le ocurra lo mismo a mi hijo.
Yo, por mi parte, con la botella ya vacía, y teniéndolos a ustedes como anónimos y abnegados comensales, sigo saboreando con estas líneas el regusto tan agradable y tan inolvidable de una mirada de cine “única”.
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