24 de Enero del 2008 a las 11:00 Escrito por Jaime Aguilera
A mis amigos madrileños, en especial a Dani y Alfonso
Las ciudades, como los paisajes rústicos o como los propios hogares, aguardan agazapadas en el tiempo detenido, hasta que se desperezan y se ofrecen al paseante.
Madrid se despierta de este letargo y se viste de frío en los atardeceres prematuros que preceden a la Navidad, en las tardes luminosas de una tarde recién estrenada de primavera y, también, como hoy, en las mañanas burguesas y soleadas del un domingo de invierno.
El Madrid más antiguo, a pesar de las cámaras digitales de los japoneses y los gorros de lana andina de los sudamericanos, no puede evitar seguir oliendo a rancio: a abrigo largo, a bacalao, a calamares fritos, a comercios con espejos y rótulos elegantemente oxidados.
Los árboles caducos, preludio necesario de la tibieza de los desayunos de mayo, acompañan ahora con sus brazos desnudos el ascenso del humo de las calefacciones.
En la Plaza Mayor, una pareja –con corbata él, con abrigo de piel ella- atraviesa parsimoniosamente la maraña de corrillos donde se compran y se venden sellos: seguramente irán a misa de doce, a San Ginés. En la calle del Arenal, un joven rapado al cero limpia un escaparate de diseño. En el Real Jardín Botánico una madre, entre el fragor amortiguado del tráfico y el sonido de los pájaros, le enseña a su hijo un ejemplar de olivo lechín de Granada.
Madrid, en tiempos de nacionalismos excluyentes y retrógrados, sigue siendo, menos mal, el cruce de caminos joaquinsabiniano: donde casi nadie es de allí y, sin embargo, todos se pueden sentar cómodamente en la intimidad cómplice de cualesquiera de sus mesas de camilla, al lado de la Puerta del Alcalá, por ejemplo, y con vistas al Retiro.
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17 de Enero del 2008 a las 10:15 Escrito por Jaime Aguilera
Un domingo de hace ya muchos años, mis padres me llevaron hasta la estación de Salinas, en el límite provincial entre Málaga y Granada: desde allí me monté en un tren, junto a primos y a mi hermana, hasta llegar a Antequera, donde nos recogieron los mismos que hacía un rato nos habían comprado el billete.
Mucho ha llovido desde entonces, aunque más debería haberlo hecho en estos últimos años, y en todo este tiempo he intentando cultivar esa pasión ferroviaria que nació aquel día en Salinas. Supongo que deriva de la deformación mental pseudoromántica que tenemos algunos. Pero que más da el origen si nos proporciona un estado de bienestar espiritual.
Las estaciones de tren son casi siempre el mejor escaparate de una ciudad. En euskera, la palabra “estación” se nombra con otra que a mi juicio es más evocadora: geltokia (sitio de despedida), porque no hay sitio más apropiado para decir adiós, o hasta luego, que la estación madrileña de Atocha, que la barcelonesa de Francia, que la londinense Victoria o que la neoyorquina Grand Central, por ejemplo.
Caminante no hay camino, se hace camino al viajar en tren: pagando tasas inexistentes a alcohólicos revisores rumanos; o escuchando a otros leer a los pasajeros libros de poetas de Vermont, rodeados por montañas nevadas. Da igual, sea como sea, hay que viajar en tren: siendo despertado en la madrugada por policías turcos o siendo agasajado con bombones “puntualmente” servidos cerca de Oxford. Da igual, hay que dejarse llevar por un ventanilla y dos raíles.
En 1990, el tren expreso Estrella del Sur salía de Málaga y se sumergía en una noche de insomnio y de naipes, de soldados y estudiantes, de porros y bocadillos. Alguna vez llegamos con tres horas de retraso, tres horas que había que sumar a las ocho o nueve –no recuerdo- inicial y teóricamente previstas.
Hoy les escribo estas líneas en un viaje de vuelta a Málaga en el famoso AVE, escuchando música, consultando Internet, hablando por teléfono móvil o viendo una película. En el viaje de ida las antiguas once horas de viaje quedaron reducidas a tres y media, y encima me devolverán el dinero porque llegó con retraso de casi una hora. En el viaje de ahora los 290 kms./hora a los que puedo ver el paisaje de la tarde plomiza en La Mancha hacen presagiar que esta vez no habrá retraso. Mala suerte.
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10 de Enero del 2008 a las 10:00 Escrito por Jaime Aguilera
Hace ya bastantes años, paseando por Ciudad Rodrigo –escenario incomparable del “Viaje a ninguna parte” de Fernán Gómez-, me llamó la atención que en las calles se seguían poniendo esquelas fúnebres parecidas a las necrológicas que se publican diariamente en los periódicos. Recordé entonces que en mi infancia había una mujer en mi pueblo a la que se le pagaba por ir anunciando, de casa en casa y una por una, el día y la hora de la misa de un difunto.
Pues bien, ni papelitos ni mensajeras, un empresario gurú de la televisión alemana ha caído en la cuenta de que, a pesar de que mueren 800.000 germanos al año y la población está envejeciendo, el mundo de los muertos no estaba todavía explotado en la pequeña pantalla. Así que ha decidido montar “Cadáver Televisión”, un canal dedicado en exclusiva a la muerte.
Por la “módica cantidad” de dos mil euros el programa elaborará una tele-necrológica de dos minutos de duración. El “pack” puede incluir si se quiere fotografías tanto del fallecido como de la familia, adornadas con un bonita puesta de sol o una montaña nevada y, además, de regalo, una buena banda sonora que se nutre de una amplia gama de piezas musicales o de voces “en off” que nos convencen acerca de la paz –no contrastada- del más allá.
Suena mercantilista pero, qué quieren que les diga: todo lo relacionado con la muerte tiene un olor fúnebre a dinero. No hay clientes más seguros que los de una funeraria. Por lo menos algunos podrán disfrutar, a título póstumo, de los de dos minutos de fama de Warhol. Y si antes se pagaban misas, ¿por qué ahora no se va a pagar un bonito homenaje mediático?
Cuando la idea se extienda a España –no tardará mucho- no tendré mucho tiempo para ver las tele-esquelas, pero eso sí, que cuenten conmigo como espectador para ver los documentales sobre cementerios famosos: al igual que el promotor de este nuevo canal, también yo considero los camposantos un “oasis de tranquilidad y reflexión”.
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2 de Enero del 2008 a las 14:09 Escrito por Jaime Aguilera
En la vida hay momentos que son “únicos”: sencillamente, entre otras más causas, porque se tiene la certeza de que ya no se volverán a repetir nunca más.
Por eso hay que saborearlos en los tres tiempos verbales, en el ilusionante futuro, en el fugaz presente, en el evocador pasado: como si fueran un buen vino; desde que se lee con fruición la etiqueta, sin que ni siquiera se haya quitado el corcho; hasta que los comensales siguen hablando de él, una vez que la botella lleva un tiempo vacía.
Hace unos días acompañé a mi hijo en su primera visita a una sala de cine. Días antes se fue preparando el acontecimiento haciendo la inevitable comparación con que se iba a encontrar con una pantalla televisiva, pero mucho más grande. Cuando por fin llegó el momento esperado, el espectáculo “único” no estaba en la pantalla sino en sus ojos abiertos de par en par. En la oscuridad de la sala, con la luz del proyector como linterna “única”, las pupilas del novato espectador estaban tan absortas que se molestaban incluso con su propio parpadeo. Un espectador, por cierto, de una cinefilia casi integrista: me recriminó que le ofreciera palomitas de maíz porque, me dijo, él no había venido a comer sino a ver la “peli”.
Estaba convencido de que se iba a cansar en la casi hora y media que duraba el largometraje de dibujos animados; sin embargo, no sólo no se levantó del duro e incómodo elevador de plástico rojo, sino que ya espera con ilusión su próxima cita con un patio de butacas.
La primera película que yo recuerdo fue en una noche fría de invierno en el antiguo cine de Archidona: “Siete novias para siete hermanos”. Desde entonces han llovido muchos fotogramas que han llegado a formar parte de mí mismo. Espero que le ocurra lo mismo a mi hijo.
Yo, por mi parte, con la botella ya vacía, y teniéndolos a ustedes como anónimos y abnegados comensales, sigo saboreando con estas líneas el regusto tan agradable y tan inolvidable de una mirada de cine “única”.
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