28 de Marzo del 2008 a las 15:03 Escrito por Jaime Aguilera
Conforme se van descubriendo los secretos y los sonidos de las palabras, la melodía que las acompaña va urdiendo, poco a poco, la tela de araña de la devoción por la poesía que todas ellas llevan dentro.
En mi caso, la lluvia de los años y el torrente de unas cuantas lecturas ha dejado los sedimentos de algunas palabras ya antiguas que, sin embargo, mi memoria caprichosa mantiene latente en sus archivos, sobre todo en lo que se refiere al momento en que se me presentaron.
No recuerdo la edad. Una tarde de la añorada infancia me esforzaba en mi casa por hilvanar una redacción que me habían mandado hacer en el colegio. Le enseñé a mi madre el primer borrador y me sugirió intercalar en el párrafo final “y no pondero si les digo”. El verbo ponderar, conjugado en los labios de mi madre, se apareció ante mí como algo “poderoso”.
Poco tiempo después tuve el privilegio de descubrir la belleza modernista de las esdrújulas. No estoy seguro, pero creo que era en un relato infantil de Jack London. La acción se situaba en un lago del altiplano boliviano: de pronto, de entre los juncos, salió volando un “ánade”. Todavía hoy, a pesar de haber rebajado la suntuosidad de esta palabra con su uso recurrente en los crucigramas, me sigo emocionando con su belleza.
La siguiente también fue esdrújula y, cómo no, fue en uno de los imprescindibles relatos de Sherlock Holmes. En uno de ellos, no me acuerdo en cual, el Dr. Watson refería que los efectos sobre la víctima –otra esdrújula- de no sé qué sustancia habían sido muy “drásticos”. Dios mío, era la primera vez que me enfrentaba con este tipo de efectos, pero desde luego no podían sonar más preocupantes.
Conocemos muchas palabras, tantas que no conocemos cómo las conocimos, cómo fue el primer encuentro. A mí, intuitivamente, la memoria me ha llevado, como el bolero, con tres palabras, al paraíso perdido de una infancia donde se descubrían verbos poderosos, paisajes con gansos y un detective que fumaba en pipa y tocaba el violín.
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11 de Marzo del 2008 a las 14:12 Escrito por Jaime Aguilera
Los tres hermanos entraban en el bar. El pelo suciamente engominado, las chaquetas antiguas de pana y los zapatos con barro. Abrían la puerta del Juanmaría y se dirigían a la barra con los brazos cruzados por la espalda, uno de ellos cojeando y los otros dos con zancadas desproporcionadas, como si todavía estuvieran pisando tierra mojada.
Tres novias para tres hermanos. Tres santas ingenuas para tres santos inocentes. Tres mujeres que tuvieran la temeridad y la osadía de convertirse en las tres acompañantes de los tres hermanos Dalton en versión trabuqueña.
Un día, junto al padre viudo, dicen que fueron a comprar un tractor a la casa John Deere de Antequera. Miraron varios modelos, escogieron uno, preguntaron al comercial que los atendía el precio y cinco segundos después le pusieron encima de su mesa los millones de las antiguas pesetas dentro de una talega de tela casi roída. Me imagino la cara estupefacta del comercial contando uno a uno los billetes hasta completar el precio total, sin tarjetas de crédito, sin cheques, sin plazos, sin financiación…
En la casa antigua de Archidona, una cortiscales, como yo, seca semillas de melones en papel de periódico. Tiene cuatro hijos, es una familia humilde y honrada que intenta salir adelante como puede.
Pasa el tiempo, muere el padre de los primeros, Juan Parrato y el hermano menor se va del cortijo porque consigue su novia. Se dedica a gastar su parte de la herencia y necesita más dinero.
Por otro lado, el hermano menor de los cortiscales no trabaja mucho y necesita dinero para comprarse un caballo.
El parrato le ofrece al cortiscales el dinero que necesita a cambio de que acribille a perdigonazos a sus dos hermanos parratos, y así quedarse con su herencia.
No ha ocurrido ni en Puerto Hurraco ni en el Cortijo de Los Galindos. Ha sido en un pueblo con nombre de arma de fuego que coincide que es el mío, y que cargará con una leyenda negra injusta porque es eso, puramente leyenda alejada de una realidad moderna y normalizada.
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10 de Marzo del 2008 a las 11:43 Escrito por Jaime Aguilera
Ocho y media de la mañana. Los días ya son más largos, entra una luz de neblina por mi ventana y veo pasar dos barcas de pescadores. Mi hijo se mete en mi cama y me dice sonriente que hoy no hay cole: es el día de Andalucía. Me acuerdo de mi compañero de habitación en el colegio mayor, Jon Ander Asurabarrena de nombre y nacionalista radical vasco por devoción. Siempre me echaba en cara en este día que Almería votó que no y luego tuvimos que hacer el apaño. Yo le daba la razón y le recordaba que su segundo apellido era González; a continuación compraba la botella de Málaga Virgen y después de cenar me iba a la fiesta que solían organizar los jerezanos. Sin embargo, me doy cuenta de que, en una extraña paradoja, cuanto más queremos insuflar en vena y por decreto una identidad andaluza, oficial y artificiosa algunas veces, más se pierde el santo y seña de la Andalucía de la que tan orgulloso me siento. No hay, por mucho que se empeñe Canal Sur, una Andalucía única, festiva y con acento del bajo Guadalquivir –donde fue a pescar Pinocho, papá-. Cuanto más destruyamos esta diversidad centenaria y enriquecedora más nos instalaremos en una uniformidad anodina y que será cualquier cosa, pero no Andalucía. En estos últimos años la Andalucía universal con la que nos llenamos la boca es menos universal que nunca, porque ha empezado a cerrar sus puertas y a mirarse a un ombligo que se ha puesto tan blanquiverde que a veces parece oxidado. En esta nueva Andalucía es más importante saber quién fue el padre de la patria –andaluza, no hay que decirlo- que quién fue el padre de la filosofía griega –a quién le importa ese rollo tan antiguo. En esta Andalucía centenaria, hija primogénita de una España cainista, todavía hoy muchos se niegan a cantar su himno, o peor aún, se avergüenzan porque lo consideran antiguo, folklórico y sectariamente de izquierdas. A mí la única vergüenza que me da es que mi hijo, con tres años, me rectifica cuando comenzamos a tararear el himno (papá, no empieza por “aaandaaluuces…” sino “laaa baandera…”). Hijo, le respondo, por lo menos tenemos letra. No me entiende. Nos vamos a hacer un puzzle de animales y a desayunar.
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