22 de Mayo del 2008 a las 13:34 Escrito por Jaime Aguilera
Lo primero que tengo que decir, para que nadie se lleve a engaño, es que considero a Emilio mi amigo. Por eso lo acompañé hace unos días en la inauguración de su nueva exposición de pintura, que estará abierta hasta el próximo 30 de mayo en la sala de Cajamar en Málaga.
Sin embargo, esta amistad no es el motivo por el que quiero invitarles a que vayan a verla. La razón no es otra de que puedan disfrutan de lo que, a mi juicio, no deja de ser un paseo por imágenes oníricas y por anatomías figurativas.
Y es que Emilio, debido entre otras cosas a su sordomudez, se ha refugiado en un mundo interior de ilusiones y miedos, de sueños y frustraciones. Ha tomado una tela de color pardo o celeste y la ha puesto de fondo y marco de sus ensoñaciones.
El resultado de todo este proceso mental y artístico ha sido un ejército de figuras humanas de geografía y estructuras clásicas. Personajes muchos de ellos sumidos en el más profundo de los sueños, historias que nos hablan de una angustia vital que quiere ser libre: de hecho, en sus últimas obras va siendo habitual el contraste entre pájaros y mariposas –los dos pueden volar- compartiendo escenario pictórico con alambradas de espino.
Por poner algún defecto, yo le pediría a mi amigo Emilio que abandone la secuencia de estampas de ciudades andaluzas como, por ejemplo, la Alhambra de Granada o “El Cenachero” de Málaga: no dicen nada nuevo de su voz artística, lo único que demuestran una vez más es su depurada técnica, y eso ya lo sabemos. Algo parecido ocurre con la serie de tauromaquia, preciosa en su ejecución (ojalá alguna entidad relacionada con el mundo de los toros se la compre a buen precio, merece la pena) pero que se evaden de su lenguaje artístico tan particular.
Porque este lenguaje, esta voz propia de formas y colores, es ante la que uno puede rendir pleitesía: las palabras que a duras penas salen por su boca, salen a borbotones cambiando la saliva por el aceite de los óleos. No abandones nunca tu clamor, Emilio, porque el silencio de tus tímpanos se rompe con el estruendo de tus colores, porque tus labios son la música de tus pinceles.
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15 de Mayo del 2008 a las 13:24 Escrito por Jaime Aguilera
En Málaga, la primavera viene dos veces al año.
Cualquiera que tenga el privilegio de recorrer sus calles, cualquiera que se deje embriagar con la luz tamizadamente luminosa de sus mañanas, puede descubrir unos árboles, las jacarandas, que por esta época adquieren tonalidades vistosamente violáceas. Tonalidades que después se tornarán verdes como el resto de árboles hasta que en otoño, como si de un extraño y repetido renacimiento primaveral se tratara, se volverá a repetir esta secuencia de colores. Curiosamente los malagueños tienen en estos árboles a unos abanderados de excepción, ya que les muestran generosos dos veces al año su insignia “verde y morá”.
Las jacarandas, o jacarandás, originarias de Sudamérica -su nombre deriva del guaraní- han conseguido que gentes de todo el mundo, atraídos sin duda por su belleza mutante y un tanto decadente, las secuestren para sus campos y, sobre todo, para sus ciudades (hasta mi mujer quería que pusiéramos una en nuestra terraza). El caso es que hace muchos años alguna de sus antecesoras viajó hasta el puerto de Sevilla, se multiplicó por rincones y aceras de la capital hispalense, y se extendió por toda Andalucía.
Porque hay árboles de ribera, de bosque, de parque, de jardín, de plaza, de campo y de calle. Algunos de ellos no soportan bien vocaciones urbanas impuestas por los hombres. Otros, en cambio, como los naranjos, exhiben su azahar con declaración expresa de amor callejero. Y algo parecido ocurre con las jacarandas, que se muestran partidarias desde un primer momento de vestir al asfalto y al cemento de lujosos trajes de temporada.
No lo olviden, en Málaga, dos veces al año, cuando el aire se llena de tibiezas nacientes o crepusculares, las jacarandas se mudan de vestido para acompañar nuestros días y nuestras horas con su sombra malva y acogedora.
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13 de Mayo del 2008 a las 13:55 Escrito por Jaime Aguilera
El paisaje va dejando de ser llano y árido, poco a poco se va escarpando y tornando más húmedo y norteño.
Al fondo, a la izquierda, el monasterio de El Escorial y la cruz del Valle de los Caídos. Atravieso el túnel de Guadarrama. En radio Segovia ponen seguidas varias cuñas neurológicas: tu viuda, tus hijos y tus nietos no te olvidan, la “conducción” (del féretro, supongo) será a tal hora hacia la iglesia de San…
Cuando uno reside en una ciudad, en la tranquilidad de que el tiempo de partir hacia otra todavía es lejano, se van postergando visitas que, al final, no se hacen. De esta forma se materializan paradojas que hacen que, por ejemplo, el japonés que visita la capital una semana incluye el Palacio de La Granja en su apretado y claustrofóbico itinerario y un servidor, por el contrario, deja pasar cinco años sin darse una vuelta por el Real Sitio.
Sea como sea, hay ciudades y rutas que, como el desodorante, no te abandonan. Aunque te cases por la iglesia con otra, te perseguirán como ávidas amantes: y siempre tendrás que volver a ellas, y siempre habrá dejar un paseo sin pasear, precisamente para poder saborear algo nuevo en la siguiente visita obligada.
Las aguas de abril, que podían haber sido mil y se han quedado en quinientas, han hecho que la primavera de La Granja reviente por doquier. Los álamos, los olmos, las hayas y los robles de sus jardines exhiben con descaro un verdor resplandeciente. Los arroyos corretean juguetones con el agua del deshielo. El mítico y krausista pico de Peñalara todavía no se ha deshecho de su gabán blanco de fina nieve.
Me gusta más el jardín inglés, silvestre y asimétrico. Me gusta más que esta emulación borbónica del añorado Versalles; sin embargo, a pesar de estas cuadraturas artificiosas, la sombra alargada de los árboles, el frescor de la mañana y el rastro oloroso del arrayán te seducen obscenamente.
En definitiva, todas las tramoyas de este regio escenario se preparan para acoger a los infantes cuando regresen para la función veraniega, en busca de temperaturas menos tórridas y mucho más hospitalarias.
Quizás sea por mis querencias republicanas que no quiera volver en verano, que desee volver otra vez en algún otoño lánguido y dorado.
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5 de Mayo del 2008 a las 13:14 Escrito por Jaime Aguilera
Quizás hubiera sido más justo titular este artículo sin la “D” medial de la primera palabra, porque esa sería la transcripción fonética andaluza de un vocablo que se suele pronunciar más que escribir.
Porque la cosa va de flatulencias: resulta que el experto mundial en este tipo de emisiones homínidas, Michael Levitt, ha expuesto la nariz de dos voluntarios a las consecuencias anales previsibles de 16 personas atiborradas con carácter previo a base de judías. Eso sí, Levitt ha tenido el detalle de cambiar los sépticos traseros por unos falsamente asépticos matraces que habían sido recargados, como si fueran mecheros, con el gas extraído de estas 16 criaturitas.
Después, cual catadores de vino o aceite, estos dos voluntarios describían el olor y le ponían nota. Lo que no entiendo es, si querían distinguir variedad de olores, como no sumaron a las alubias coles o coliflores, que quizás hubieran añadido matices más frescos y tonos más afrutados.
El caso es que los resultados no han dicho nada nuevo: lo normal en el ser humano emita entre 10 y 20 ventosidades al día (y el que diga lo contrario miente) y es más habitual entre los hombres que entre las mujeres.
Además, se ha descubierto que lo que provoca el mal olor son básicamente tres compuestos. El sulfuro de hidrógeno, que ésta también en los huevos podridos: cosa normal teniendo en cuenta que es otro huevo podrido el que actúa como colofón de la flatulencia. A lo anterior se le añade el escatol, que está también en la carne de cerdo, y es que, ya se sabe, si quieres verte por dentro mira a un cerdo abierto. Y un último que es el indol, que también está en una pequeña proporción –curiosamente- en el aceite de jazmín.
Así que, ya saben, cuando se vean atrapados en el ascensor por la herencia hedionda que ha dejado un amable vecino, piensen en positivo, piensen en el indol, piensen en que lo que les ahoga es en parte una fresca y primaveral fragancia de jazmín.
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