24 de Julio del 2008 a las 8:26 Escrito por Jaime Aguilera
Mañana luminosa en Málaga; la brisa húmeda que entra desde el puerto, como si fuera un pasajero más que acaba de llegar en el “melillero”, refresca el ambiente y lo dota de una sensualidad plácida y hospitalaria. En los alrededores de un Mercado Central que vive de prestado en una estructura horrorosa y provisional, un hombre pregona los higos chumbos “gordos y reondos” –o chumbos, a secas, que me gusta más.
Y es que, como dice la letra de la sevillana: es tiempo del higo chumbo y del tomate con sal. Porque no hay Navidad sin turrón, Semana Santa sin torrijas y verano sin chumbos. Aunque, eso sí, con esto de la globalización, que en este punto no es otra cosa que americanizarnos a base de comida ya preparada y envasada, los niños ya apenas prueban los chumbos, y mucho menos tienen el privilegio de coger un tomate de la mata, lavarlo, echarle sal… y dejarse llevar.
Las chumberas han pasado de ser la estampa de la España calurosa, atrasada y tribal a ser un fuente de energía alternativa en forma de biomasa. Quién se lo iba a decir a mi padre cuando barría con la escoba de rama, una y otra vez, hasta que dejaba sin espinas los chumbos que habíamos cogido en cualquier sitio, y que después guardábamos en la nevera para tomarlos fresquitos en ayunas. En las ferias de pueblo el buscavidas de turno ya no lleva un caldero lleno “chumbos coloraos”, guantes y una navaja: ahora se ha comprado un autocaravana con grupo electrógeno y vende patatas asadas o perritos y hamburguesas.
Ojo, no me lamento y canto aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, simplemente los resortes mentales que te trasladan a lo más íntimo de la infancia (a sus sabores, sonidos, olores y colores) han saltado automáticamente cuando le he pedido al hombre del Mercado Central que me ponga uno, bueno, mejor dos.
Algunos, como Proust, se recrean con una magdalena. Yo me comí tantas recién hechas por mi madre en el horno de Rosarito que las aborrecí: por eso, más que magdalenas, los veranos de mi memoria destilan una música de higos chumbos y de tomate con sal.
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18 de Julio del 2008 a las 8:36 Escrito por Jaime Aguilera
Una mujer alemana de 48 años acabó llamando desesperada a los servicios de emergencia para que la rescataran de un amigo. El que hasta ese momento estaba considerado entre sus amistades fue a visitarla y estuvo hablando sin parar durante 30 horas. Desde luego, con amigos como este, para que quería esta germana enemigos.
El amigo locuaz se puso a explicarle sus penas al compás de copas copiosas que hospitalariamente le ofrecía su anfitriona. Y como ya se sabe que la primera fase de la intoxicación etílica es la exaltación de la amistad, el monólogo cada vez era más exaltado.
El caso es que la cosa no terminaba y superaba ya las 24 horas que también tienen los días en Alemania. El pesado amigo era perro ladrador poco mordedor: no cometió ningún atropello con su amiga al borde del suicidio, pero su ladrido se había convertido en una auténtica pesadilla. “Tras unas increíbles 30 horas de charla y varios intentos fallidos de que la visita se fuera, el pasado sábado, a la mujer no se le ocurrió nada más que llamar a una ambulancia”, relató un portavoz policial.
Personalmente no lo entiendo, con lo fácil que es colocar una escoba boca abajo detrás de una puerta: un remedio mágico, ancestral, transmitido de generación en generación en nuestra tierra andaluza, y que hubiera evitado llamar a la ambulancia.
Para más inri, los servicios sanitarios se negaron a llevarse al amigo, por lo que la sufrida mujer telefoneó a la policía. Los agentes llegaron y, con frialdad teutona, se llevaron al pesado amigo y lo dejaron en su domicilio.
Estarán de acuerdo conmigo en que la cosa tiene perejiles. Me gustaría haber visto las caras de todos los actores de este esperpento –uniformados y con ropa de calle- en el momento de la “detención” del susodicho charlatán. Y todo por no saber que no solo las brujas hacen uso de una buena escoba.
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10 de Julio del 2008 a las 12:28 Escrito por Jaime Aguilera
Mi colega Carmen Posadas afirma, en su última columna del suplemento dominical del grupo Vocento, que está harta de hombres metrosexuales, que ella los prefiere de toda la vida, con pelo legionario en pecho y sin pendientes; y que no estén todo el día queriendo tener un lado femenino. Eso sí, el único anhelo masculino que exculpa es el de poder dar a luz un hijo.
Afortunadamente cumplo casi todos los parámetros exigidos por esta uruguaya: no tengo ningún interés en depilarme y –supongo que por el miedo que me infundió mi padre prohibiéndome la entrada en casa si aparecía con un pendiente- todavía no me ha dado por perforarme los pabellones auditivos. Igualmente, estoy moderadamente satisfecho con mi género y lo único que verdaderamente envidio de una mujer es su capacidad para albergar una vida en mi vientre: materia viva que, obviamente, no tenga origen en la afición por la cerveza. Sin embargo, me temo, Carmen, que aunque el padre que acabo de citar si se llama Mariano, yo no me llamo igual; y ni mucho menos he sido o soy Gobernador del Banco de España.
Además, la cosa no queda ahí, ya que tampoco soy –no sé si por suerte o por desgracia- ni creo que seré el Sr. –o Sra.- Thomas Beatie, más conocido como el primer hombre embarazado: el único que creo que si ha podido materializar este deseo maternal masculino. El señor/señora Beatie ha tenido el privilegio de dar a luz una niña mediante parto natural. Menos natural, eso sí, ha sido su paso de la mujer que era al hombre que es, a base de quitarse los pechos e inyectarse hormonas viriles durante años. Beatie ha jugado con ventaja, se ha ido acercando físicamente al varón que siempre se ha sentido mentalmente, pero se ha guardado un as en la manga, o más bien en su barriga, que le ha permitido hacer uso de su matriz cuando ha llegado el momento, un momento que más de uno hemos deseado pero que nos vamos a quedar con las ganas.
Sea como sea, habrá que darle la bienvenida a esta pequeña y tener en cuenta que si el día de mañana se hace un ídolo de masas al igual que Iker Casillas, la calle habrá que dedicársela, en este caso, “al padre que la parió”.
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4 de Julio del 2008 a las 12:55 Escrito por Jaime Aguilera
Por fin he podido disfrutar de algún título de la selección nacional de fútbol. Mi primer y vago recuerdo –mundial del 74 en Alemania- es un partido a través de un televisor en blanco y negro en casa de un primo. Desde entonces, lo único que he hecho ha sido desesperarme con una pierna rota –jugando al fútbol- en el mundial de nuestro Naranjito, llorar con el gol de Platini a Arconada, y cabrearme con la nariz rota de Luis Enrique ante Italia.
Pero si hemos logrado superar miedos atávicos vestidos de “azurra”, el efecto más catártico ha sido exhibir nuestra bandera sin complejos. No seré yo el que emule la obsesión americana por las barras y estrellas, por la sopa de banderitas, o lo que es lo mismo, por tener banderitas hasta en la sopa. Incluso estoy dispuesto a admitir un himno sin letra. Sin embargo, nunca he logrado asimilar que existieran cinco banderas nacionales: la republicana, la que no tiene escudo, la que tiene el escudo constitucional y las dos zoofílicas (una con el águila imperial, también llamado comunmente “pollo”, y otra con el toro de Osborne sin “Osborne”). Encima, salvo la primera, levantar al viento cualquiera de las otras cuatro significaba que eras de derechas; y levantar la andaluza –con o sin escudo- significaba que eras de izquierdas: recurriendo una vez más al exministro Trillo, manda huevos.
Que yo recuerde, esta Eurocopa ha servido para que por primera vez, la gente cuelgue su bandera en balcones y coches simplemente porque les apetecía, sin complejos. Es más, los únicos que han estado acomplejados han sido algunos vascos que se ve que tenían más raíces rusas que hispánicas, y algunos catalanes que desconocen que esta bandera deriva de la marítima de su propia corona aragonesa.
Víctor Manuel se refería a una mujer, y no a ninguna nación, cuando hablaba de mi patria, mi bandera y mi segunda piel. Tampoco yo estoy dispuesto a morir por ninguna nación. Como diría Rilke, mi patria es mi infancia. O como diría Sartre, mi bandera no es hacer lo que quiera, sino querer lo que hago. Mi segunda piel, como digo yo, comienza por la “f” de familia.
Ahora bien, eso no significa que me tenga que avergonzar de la bandera de mi país, todo lo contrario. Al fin y al cabo mi memoria y mi vocación tienen una pátina gualda, mezclada con el rojo de la sangre de mi sangre.
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1 de Julio del 2008 a las 14:05 Escrito por Jaime Aguilera
Este año no me he mojado los pies en la orilla ni he estado de “moraga” con los amigos. He visto las hogueras y los fuegos artificiales desde la atalaya de mi terraza. Ha sido una noche de San Juan distinta, pero que no ha dejado de ser especial.
Y es que esta noche resulta muy difícil que pase inadvertida: llena de tradiciones ancestrales y muchas veces rayanas en lo mágico, tanto en la costa como en el interior de la piel de toro.
La Iglesia Católica lleva dos mil años manteniéndose en sus estructuras de poder, y una de las claves de esta longevidad es la capacidad de absorción de lo pagano. Desde épocas prehistóricas, el solsticio de verano y el de invierno han sido fechas muy cargadas de simbolismo: curiosamente la astuta curia coloca en ellas a las dos únicas fechas donde se celebran los nacimientos: la natividad de San Juan y a la Natividad de Jesucristo. De esta forma, la noche de las hogueras y la Nochebuena se sacralizan aprovechándose de lo que ya existía antes: los dos varones más importantes del Nuevo Testamento –con permiso de San Pablo.
Sea como sea, es tiempo de renovar ideas, inquietudes, ilusiones. De desprenderse de lastres viejos y de comenzar a construir nuevos edificios, aunque sólo sea para derrumbarlos igualmente el año próximo. Quizá sea ese el eterno sinsentido de la vida: la pasión inútil sartriana o el mito de un Sísifo que no para de subir una piedra para que vuelva a caer.
Comienzo a repasar mi vida y da la coincidencia de que siempre, o casi siempre, la noche más corta del año trae buenos recuerdos: manchas imborrables en la única patria de un hombre, su propia memoria de la infancia y la adolescencia.
Dicen que hay dos cosas que los hombres no nos hartamos de mirarlas: el fuego y el mar. Puede que sea el secreto de la noche mágica de San Juan, el que nos atrapa nuestras pupilas con la visión nocturna e infinita de un mar oscuro y de un fuego renovador.
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1 de Julio del 2008 a las 14:04 Escrito por Jaime Aguilera
Lunes santo malagueño: miles y miles de personas caminan detrás de la imagen de Jesús Cautivo; van acompañados por cientos y cientos de nazarenos con túnica y gorro blancos. A mí me acompañada un galés que al principio se asusta porque piensa que está asistiendo a una procesión del Ku Kus Klan. Después de tranquilizarlo, y asegurarle que los de blanco no van detrás de ningún negro, me hace una pregunta con toda naturalidad: ¿cuántos muertos suele haber en el lunes santo malagueño?
Le pongo cara de sorprendido: que yo sepa ninguno. El galés no lo entiende: si hay casi un millón de personas en la calle y con libertad total para beber alcohol, el resultado, a la fuerza, tiene que traer consigo varios muertos.
Y es que los latinos y los mediterráneos sabemos beber sin necesidad de pelearnos; los anglosajones, por el contrario, se juntan unos pocos y se juntan unas pocas pintas de cervezas y ya está el lío montado.
Pero todo cambia, y como en tantas otras cosas, y gracias a la dominación cultural norteamericana a través del cine y la televisión, estamos copiando el modelo para lo bueno y para lo malo. Según las últimas estadísticas, aumentan considerablemente los ingresos en urgencias con heridas de arma de fuego y de arma blanca, con gran aportación etílica en la sangre como añadidura.
Los españoles hemos sido y seguimos siendo pendencieros, desde los tiempos de los embozados y con una navaja en mano estábamos dispuestos a vengar a nuestra hermana y la prima de nuestra hermana. Pero estas son cuestiones particulares y tienen nombre y apellidos. Lo otro es mucho peor, porque es un desconocido quien te da un regalito con forma de faca por cualquier gilipollez.
Menos mal que el próximo lunes santo casi seguro que no estaré otra vez con un galés en Málaga, porque puede que tuviera que pensarme mucho la respuesta y decirle: los mismos muertos que en tu país.
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