21 de Mayo del 2009 a las 14:20 Escrito por Jaime Aguilera
Acaba de morir Benedetti, D. Mario para los que profesábamos hacia él una amistad íntima y anónima, más imaginaria que real.
Cuando presenté mi primera novela a mi primer concurso de novelas, utilicé como pseudónimo el nombre de Gavarbetti. Era un homenaje soterrado a tres autores que me habían marcado en mi vocación literaria: García Márquez, Vargas Llosa y Benedetti. Los dos primeros copaban el universo estelar de un realismo mágico que había invadido el mundo en castellano provenientes de la explosión del cono sur americano. El tercero, D. Mario, era más desconocido: un músico catalán, Serrat, había sido el culpable de fuera un poco más conocido adaptando su libro de poemas “El sur también existe”.
Yo, desde esa citada amistad cómplice que existía entre D. Mario y yo, de manera callada, sin que él mismo lo supiera y a través de las palabras paridas por su integridad moral y sencilla, seguía leyendo cosas sueltas que iban cayendo en mis manos.
Me gustaban, y me siguen gustando, especialmente sus cuentos, quizás porque irremediablemente veo en ellos los mismos que yo escribo dotados de una mayor sutilidad, de una mayor elegancia. En muchos de ellos, al igual que en muchos de los míos, se retratan escenas cotidianas de personajes cotidianos: gente normal y corriente que se enamora en el “desayuno de los funcionarios” o que da paseos “tristes y solitarios” por calles, por plazas, por avenidas, por parques públicos. Reconozco que su poesía, en palabras suyas: “ese tragaluz con vistas hacia la utopía”, es prácticamente desconocida para mí, pero nunca será tarde si la dicha es buena.
Años después de iniciarme en las lecturas placenteras, pasé tres días solo en su querida Montevideo. Paseé, leí, miré, escribí. Fueron tres días maravillosos en los que jugué a ser un personaje de este uruguayo universal.
Menos mal que nos quedan sus palabras, y espero que, tal y como fue su deseo, no se hayan olvidado de meter su bolígrafo en su última caja: porque nunca se sabe lo que puede pasar.
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21 de Mayo del 2009 a las 14:18 Escrito por Jaime Aguilera
En la facultad nos ponían como paradigma de “paroxismo jurídico colectivo” a la justicia norteamericana. Uno de los ejemplos más sintomáticos era el de la abuelita que había conseguido una indemnización millonaria de un fabricante de microondas. El motivo: se le había ocurrido secar el gatito al que tanto quería metiéndolo a dar unas vueltecitas a 800 Watios. El felino pasó a mejor vida y el abogado de la anciana fundamentó su demanda en que en ningún sitio del libro de instrucciones se advertía de que no se usara el microondas con animales domésticos.
Pues bien, como en tantas cosas, solemos copiar las malas costumbres –las buenas nos cuesta más trabajo- del imperio norteamericano. La sociedad española está contaminada de una “epidemia judicializante”. Los políticos, la clase que en palabras de Platón debía dar ejemplo en la República, son los primeros en acudir a los tribunales para reforzar sus tesis políticas: bien en verdad que estamos en un estado de Derecho y que los jueces deben velar por unos poderes públicos sometidos al imperio de la Ley; pero eso es una cosa, y otra bien distinta que se quebrante la presunción de inocencia y el presunto ya está condenado de antemano, o que la razón y los argumentos se prostituyan con querellas por injurias y calumnias.
Y qué decir del llamado mundo del corazón –espejo, por desgracia, en el que mucha gente se mira-. El mercadeo de las exclusivas es la cara, y la cruz las querellas por intromisión al supuesto derecho de intimidad, imagen y honor de alguien que, justo antes, ha negociado con este derecho.
El resultado, como era de esperar, no es otro que una justicia colapsada por culpa de nosotros mismos, por culpa de los usuarios a los que debe servir y brindar, como última instancia, la resolución de conflictos.
Siempre es mejor, y sobre todo más civilizado, resolver los asuntos entre partes; y si es necesario acudir a un arbitraje rápido y particular. Lo último es hundirse en el pozo negro de un procedimiento judicial en el que muchas veces son todos los que salen perdiendo.
Ya lo decía la maldición gitana: pleitos tengas y los ganes.
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8 de Mayo del 2009 a las 11:44 Escrito por Jaime Aguilera
Cuando Baltasar Gracián dijo aquello de que “muy cerca está la fama de la fame” no se imaginaba, por muy sabio que fuera, que en el siglo XXI la fama y el hambre no es que estuvieran cerca: es que se confundían. Porque Gracián quería dar un aviso a los navegantes, sobre todo si estos eran muy conocidos: tened cuidado, ya que, por muy famosos que os creáis, de la noche al día podéis pasar más hambre que un caracol en un cristal. Pero claro, partiendo de una premisa evidente, que el famoso no es famélico sino todo lo contrario; es más, el famélico lo que desea es ser famoso, y, de paso, dejar de pasar hambre. Pues bien, el presidente de Bolivia, el indígena Evo Morales, se ha puesto en huelga de hambre para el Congreso apruebe una ley que él, el huelguista que quiere pasar hambre, quiere que se apruebe para convocar elecciones. Y no se ha quedado sólo, casi un millar de personas le han secundado. Hasta ahora, desde Gandhi al preso etarra De Juana Chaos, la huelga de hambre tenía tres claras condiciones: que tiene que ser una cosa muy seria, ya que te vas a dejar el pellejo; que va en contra de un poder establecido; y que estás dispuesto a llegar hasta el final, que no es un farol, vamos. Pocas de estas condiciones se dan en el presidente andino; entre otras cosas porque él mismo es la máxima autoridad del país, porque no convence que lo la ley electoral sea una cosa muy seria, al menos para todos, no sólo para los que su cuerda; y, por último, pocas veces se ha visto un farol más claro en este póker constitucional boliviano. Y su ejemplo ha cundido, aquí se pone en huelga de hambre todo cristo: hasta empresarios de la construcción que, por desgracia, no cobran y quizás piensan: antes de pasar hambre nos ponemos en huelga de hambre, a ver si así cae una breva que nos dé algo de sustento. El último ha sido el Güejareño, un torero granadino que se ha puesto en huelga de hambre hasta que se le incluya en el cartel de alguno de los festejos programados para la feria del Corpus de la capital de la Alhambra: se ve que se ha tomado a pecho aquello de que más cornadas da el hambre. Lo dicho, tan cerca está la fama de la fame que hasta algunos famosos se ponen famélicos y, en la otra cara de la moneda, los famélicos se ponen en huelga para ser más famosos.
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