HIP, HIP, CURRA

26 de Agosto del 2009 a las 14:03 Escrito por Jaime Aguilera

En el primer cuento que escribí para mi hijo (“El tesoro de El Morlaco”), la perra Curra y el perro Bartolo, cada uno en su estilo, jugaban un papel fundamental. La primera advirtiendo de los peligros que acechaban; el segundo ayudando a conseguir algo que parecía imposible. Durante muchas noches, antes de dormir, Curra le avisaba a mi hijo del gran pájaro negro que estaba dispuesto a apresarlo con sus garras con tal de que el cofre dorado siguiera escondido.Pasados unos años, Curra era una de las pocas palabras que existían en el vocabulario de mi hija. Al entrar en el pinar de El Morlaco, de pronto, en lo alto del camino, aparecía la figura de Curra. Enfundada en su piel cobriza de husky siberiana, parecía una condesa exiliada por culpa de los bolcheviques: su andar era lento, casi cansino, y diletante. Su mirada azul paralizaba en un primer momento  por su frialdad gélida y electrizante; pero inmediatamente después mostraba su fondo pacífico, nostálgico y casi aristocrático. Le gustaba hacerse la interesante ante el personal perruno masculino, que por otra parte, incluido Bartolo, no podían esconder su ascendencia plebeya: en claro contraste con su sangre azul siberiana. Era en ese momento cuando mi hija ponía el dedo como Colón y señalaba a la gran perra nombrándola, pero omitiendo la primera letra, de tal forma que, más que llamarla, daba la sensación de estar lanzando un “urra” dedicado a la condesa del Morlaco.Hace un tiempo que nos dejó huérfanos a los súbditos de este parque malagueño la “Reina Madre”. Unos meses después, como fiel compañera, le ha seguido Curra, la condesa rusa de cuatro patas. Decía Serrat que Currito “El Palmo” canta sus males por celestiales. Pues ahora también Curra le  puede acompañar aullando lánguidamente por “siberiales”. Nosotros, continuando con nuestros paseos entre pinos, cipreses y acebuches, alzaremos nuestra mirada al cielo y, emulando a mi hija, saludaremos a la condesa:Hip, hip, Curra.

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FUEGO

18 de Agosto del 2009 a las 10:40 Escrito por Jaime Aguilera

Este verano será recordado como uno de los peores en cuanto a incendios forestales. La superficie quemada a estas fechas es ya la suma de los tres últimos años anteriores. Un otoño y un invierno lluvioso, una primavera más seca y un verano muy caluroso han sido los ingredientes fatídicos para un caldo de cultivo que, se supone, no es plato de buen gusto.

Y digo esto porque, lo peor de todo, lo que te saca de tus casillas, es que la mayoría de ellos sean intencionados, y ni siquiera en algunos de ellos existe –igualmente deleznable- una intención especulativa de tierra quemada: o sea, que ni siquiera quieren hacer leña del árbol caído.

El bosque, y muy en particular el mediterráneo, es la máxima expresión de una tarea de años, de siglos, que tiene como resultado lograr un equilibrio frágil y, por desgracia, siempre amenazado. Esta obra de arte de la Naturaleza que ha tardado tanto en tomar forma queda destruida en cuestión de horas por un señor –rara vez es señora- que encuentra un extraño placer erigiéndose en un Lucifer venido antes de hora, en un otoño prematuro que pondrá amarillas las hojas por última vez.

Dicen que el asesino siempre vuelve a la escena del crimen: pues eso, aunque para ello haya que reformar constituciones y leyes, es lo que haría yo con estos pirómanos. Les haría volver al bosque quemado y le impondría la pena de trabajos forzados plantando y cuidando un nuevo bosque. Al parecer, se necesitan al menos treinta años para que se puede ver el boceto de lo que era antes de arder, justo el tiempo de máxima pena que tiene previsto nuestra legislación.

Todavía recuerdo que, hace muchos años, hubo una campaña en televisión que clamaba “Todos contra el fuego”. Es triste pensar que pasan los estíos, y siguen aflorando tíos que no se quieren incluir en el todos.

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EL VERANO EN EL PUEBLO

12 de Agosto del 2009 a las 12:32 Escrito por Jaime Aguilera

El verano en el pueblo sigue oliendo a mañana fresca y a noches de agosto ya con rebeca.

En el verano en el pueblo, uno vuelve a sus tiendas y a sus mercados, y uno vuelve a practicar con orgullo el dialecto trabuqueño de sus paisanos, y así cambia el “muy buenas, ¿qué?, ¿dando una vuelta por el pueblo?, aquí estamos, ¿cómo está la familia?, bien, gracias, ¿y los tuyos?” por un simple y elíptico “¡Ehhh!” al que únicamente hay que responder con un “¡Ayyy!”.

A no sé qué escritor de Arcos de la Frontera, cuando le preguntaron que por qué no vivía en su pueblo si siempre escribía sobre él, contestó: muy sencillo, porque no me gustan los bares. Y es que, en el verano en el pueblo, no es uno vaya a practicar con asiduidad el principal templo de ocio: la barra y la cerveza; pero sí al menos uno se puede permitir el lujo de poder compartir con fruición, con amigos que ves de higos a peras, la sacrosanta y sana costumbre hispánica de la cañita antes de comer.

En el verano en el pueblo uno vuelve al paraíso perdido de su infancia al ver a su hijo leer un libro de cuentos en la biblioteca. Una biblioteca municipal, por cierto, donde ya no se pasa calor, donde mi hijo no tiene que esperar hasta los catorce años para poder sacarse el carné, donde se organizan cursillos y talleres, donde se puede acceder a la inmesidad borgiana de internet, o donde se pueden alquilar también todo tipo de películas. Toda una eucarístia de la cultura cívica y sin aditamentos esnobistas que es atendida por una sacerdotisa que se llama Esther, que únicamente se vale de las armas de su vocación, de su dulzura y de su profesionalidad, y que incluso a veces se acompaña de su hermana Carmen, que hace de sacristana de la encuadernación. En resumen, todo un canto a la bibliofilia y a la sabiduría, que me da la sensación que no está del todo aprovechado por mis paisanos.

En suma, en el verano en el pueblo, uno simplemente vuelve a dar por válida la máxima de Rilke que reconocía como única patria a la infancia. Porque uno vuelve momentáneamente de su exilio voluntario para confirmar que quiere seguir siendo exiliado, pero que nunca renunciará a un pasaporte que lo une, de forma indeleble, a un paisanaje, y si cabe un poco más, a un paisaje de memoria y realidad.

 

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UN VERANO MÁS

12 de Agosto del 2009 a las 12:31 Escrito por Jaime Aguilera

El verano en el campo sigue oliendo a rastrojo y a tomate. El verano en el campo sigue teniendo como hilo musical al silencio de la noche, ribeteado con el ulular de un mochuelo, el ladrido de un perro o el canto de un gallo. Sin embargo, en la canícula de la tarde todavía se puede escuchar el rumor de canciones antiguas.

Dicen que las bicicletas son para el verano, y es verdad; pero también es tiempo para hacer rugir al viejo escabarajo; y también es tiempo para pasear a la amanecida o a la caída de la tarde, o bajo el carro de la osa mayor. Y es que las estampas se repiten como si un ritual sagrado obligara a repetirlas con la fruición de la primera vez.

Pero el tiempo no pasa en balde, y en este verano en el campo no he podido montar a Jara, ni tampoco visitar a mi “abuela” María la del Ventorro, que nos dejó huérfanos este invierno, a mí y a todo el valle de los Alazores, después de noventa y ocho veranos. Un invierno crudo y varias veces nevado al que tampoco resistieron algunos viejos álamos negros a los que la grafiosis los ha convertido en un mástil enhiesto y sin vida.

Pero el nacimiento y la muerte son dos caras de la misma moneda; por eso la pareja de águilas reales enseña a volar a su retoño, al igual que las cabras montesas, las perdices, los conejos o los jabalíes hacen lo propio con sus crías. Porque la vida, a pesar de las ausencias y reminiscencias, sigue y sigue en una infinita sucesión de noches plateadas y días calurosos.

El verano en el campo sigue refrescándose con baños celestes, lecturas clandestinas y siestas en penumbra.

Y, sobre todo, el verano en el campo sigue siendo la eucaristía de la memoria recuperada, del tiempo perdido y ahora recuperado en una niña que hace pompas de jabón, o en unos niños que hacen una excursión a la cueva de los piratas en busca de un tesoro inexistente.

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VIOLACIONES MENORES

12 de Agosto del 2009 a las 12:30 Escrito por Jaime Aguilera

En los últimos días hemos podido leer en los periódicos y escuchar en las tertulias radiotelevisivas los dos casos, creo recordar que en las provincias de Córdoba y Huelva, de abusos sexuales donde la abusada y los abusadores son menores de edad.

No voy a entrar en el morbo, al parecer, que produce en muchos de estos periodistas o sabelotodo mediáticos la búsqueda de culpables o la exploración minuciosa de los detalles. Creo que todos estamos de acuerdo en que son hechos repugnantes. Punto y aparte.

Lo único que humildemente por mi parte me gustaría aportar es que creo que en nuestra sociedad desenfocamos cada vez más el origen, planteamiento y desenlace de las situaciones conflictivas.

En el caso de estas violaciones, por ejemplo, puedo estar de acuerdo es que sea necesario rebajar la edad penal de los catorce años, pero mucho más importante que esto es reflexionar un poco en por qué hemos llegado a esta reiteración en este tipo de abusos.

No será que los primeros educadores, los padres, seguimos maleducando sexualemente a nuestros hijos: con tópicos que banalizan las relaciones íntimas o simplemente no hablando de este tema como hicieron con nosotros.

No será que los partidos políticos se empeñan en defender aborto sí o aborto no, cuando lo importante es poner el acento en buscar los medios para que una mujer nunca tenga que decidir aborto sí, aborto no.

No será que esta sociedad del consumo y la sobreinformación está acortando a límites insospechados una infancia ingenua y fantasiosa, que después muchos –no solo Proust- hubieran querido que se hubiera prolongado muchos años más.

Sea como sea, estas violaciones menores en cuanto a los agresores se convierten en violaciones mayores si lo que estamos midiendo es el desarrollo social y moral de una sociedad que quiero pensar que no está a la deriva.

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