24 de Febrero del 2010 a las 14:42 Escrito por Jaime Aguilera
Ayer dejaron de vivir Gremly y Rosarito.
El perro Gremly –alias Chispi- y Rosarito mi vecina nunca se llegaron a conocer; incluso tenían un carácter muy distinto, al menos en la relación que, durante años, han tenido conmigo: mientras Chispi era un tanto huraño y gruñón cuando se cruzaba conmigo –sobre todo si mi perro Bartolo iba a mi lado-, Rosarito siempre esbozaba una dulce sonrisa; una pacífica, dilatada y cortés sonrisa; muy parecida, por cierto, a la de la dueña de Chispi.
Rosarito y Chispi nunca se llegaron a conocer; sin embargo, en los años en que mi rutina ha estado felizmente contaminada, primero con Rosarito y después con Chispi, encontrarme y cruzarme con alguno de los dos ha llegado a ser algo deseado, deseable; saboreado y saboreable. Y es justamente en este punto donde me acuerdo de una frase de Albert Camus con la que hoy estoy más de acuerdo que nunca: “la muerte es el mayor escándalo de la creación”.
Un escándalo que hace que ya nunca más vea a Rosarito tender la ropa desde mi antiguo cuarto, o cruzarme con ella en el pasaje. Un escándalo que hace que ya nunca más vea a Chispi calle abajo, o calle arriba, con su trotecillo confiado de chulapo de verbena.
Chispi y Rosarito nunca se llegaron a conocer; sin embargo ambos fueron almas gemelas en su lealtad y su generosidad hacia su familia. Una lealtad mantenida firme hasta el día de sus muertes y una generosidad que, en el caso de Rosarito, ha traspasado incluso este fatídico día regalando sus órganos.
Rosarito y Chispi nunca se conocieron, pero en el mismo día en que la viuda deja de serlo, Chispi deja viuda a Nani. Y lo peor de todo es que los dos me dejan a mi un poco más huérfano.
Decían los romanos que si hablamos y escribimos sobre los que se han ido, estos vuelven un poco. Aunque solo sea por esto, aquí dejo mis palabras, para dos seres que dejaron de ser vivos ayer, y que nunca se conocieron.
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16 de Febrero del 2010 a las 19:10 Escrito por Jaime Aguilera
Por la mañana escucho en la radio a un tertuliano afirmar que España ha sido una lucha de abeles y caínes donde, al final, han terminado ganando más los abeles que los caínes. Con la primera afirmación estoy de acuerdo, con la segunda no.
Al mediodía leo en el periódico que el Gobierno agradece que el rey Juan Carlos, a quien –parafraseando al maestro Alcántara- Dios guarde muchos años: hasta que nos merezcamos ser republicanos, intente mediar para un “Pacto de Estado”. Pero también le dice el Gobierno al Rey que eso es responsabilidad suya. Y el Partido Popular, por su parte, pone tantas condiciones para el pacto que parece que no quiere o no le interesa ese pacto.
Es entonces cuando me viene a la mente –después de la serie que acaban de poner en televisión- la figura de Suárez y sus Pactos de La Moncloa.
Por la tarde voy a ver la película de uno de mis directores preferidos –Clint Eastwood- que recrea un episodio trascendental de la vida de Mandela, de Sudáfrica y del rugby sudafricano; un rugby que, dicho sea de paso, se alarga a veces demasiado en secuencias a cámara lenta.
El caso es que si, en otra ocasión, y desde esta misma tribuna, he visto mal que el Rey tomara partido en un Referéndum sobre la Unión Europea; ahora si veo con buenos ojos que asome la patita, sólo la patita, para que un nuevo Suárez, o un nuevo Mandela, sea capaz de superar nuestra atávica historia de nunca acabar de abeles y caínes.
Hace falta. Hace mucha falta que nuestra clase política se limpie las pinturas de guerra miopes y se siente para ver más allá, para ver lo que debería ser al menos un boceto de un mínimo común denominador de nuestro modelo educativo y, por extensión, de nuestro modelo productivo.
Hace falta.
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8 de Febrero del 2010 a las 13:45 Escrito por Jaime Aguilera
No es la primera vez que desde esta tribuna expreso mi fascinación por internet; por la red de redes o por como ustedes quieran llamar a este invento que ha revolucionado nuestras vidas.
Uno de los últimos descubrimientos ha sido la hemeroteca virtual del Diario ABC. No lo duden, a todos aquellos a los que les guste –también me incluyo- la prensa escrita, la historia contemporánea, o las dos cosas juntas, están de enhorabuena.
Me da hasta un poco de vértigo navegar por cualquier esquina de nuestra historia desde principios del siglo XX hasta nuestra días. Naturalmente habrá que poner en cuarentena, muchas veces con la operación matemática de hacer la raíz cuadrada, muchas noticias que vienen barnizadas por un diario monárquico, o republicano en el Madrid de la Guerra Civil, o “afecto” al Régimen en la postguerra.
Pero no es tanto estos grandes titulares pseudopropagandísticos los que me interesan. Me atrae mucho más la idea de bucear por detalles de la vida cotidiana de los tiempos de Alfonso XIII, por empezar por algún lado: desde los cinco céntimos que costaba un ejemplar en 1918, por ejemplo, a las “Píldoras Saludables de Muñoz, laxantes y purgantes, a cincuenta céntimos la caja”. En definitiva, más que la historia oficial me apetece perderme por la intrahistoria unamoniana.
El propio portal te ofrece sugerencias como la de leer cualquier ejemplar que corresponda al día de hoy, o que corresponda a una fecha importante en tu vida.
Y todo ello, y les prometo que ABC no me paga ninguna comisión, con buscadores por palabras y desde tu casa o desde cualquier sitio que tengas acceso a internet.
Si para Borges, internet sería una versión de su Biblioteca de Babel sin papel, lo de ABC sería la “Hemeroteca de Babel”.
En fin, les dejo, voy a curiosear qué pasaba por estas latitudes el día que yo vine a este mundo.
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2 de Febrero del 2010 a las 11:07 Escrito por Jaime Aguilera
Ha llovido mucho desde 1949, pero desde ese año, un anónimo admirador recordaba cada 19 de enero el aniversario del nacimiento del escritor Edgar Allan Poe. Ese día le dejaba en su tumba de un cementerio de Baltimore tres rosas y la mitad de una botella de cognac.
Mi primer pseudónimo para un concurso de cuentos fue Pío L. Podón, y las palabras iniciales del apellido son un claro homenaje a este escritor que tanto me cautivó en la adolescencia con los crímenes de la calle Morgue, con Gordon Pym, o con el Pozo y el Péndulo, por poner algún ejemplo.
A pesar de mi devoción por Poe, y a pesar de mi devoción por los cementerios, les puedo confesar que no era yo quien dejaba tres rosas o quien se bebía la otra mitad de la botella de cognac.
El caso es que el martes, Poe, que habría cumplido 201 años, no recibió su regalo acostumbrado y el misterio asola el cementerio de Baltimore. Muchos están sorprendidos, yo el primero, de que por primera vez en sesenta años el anónimo admirador haya faltado a tan estricta cita con la tumba del autor. Algunos seguidores del poeta y narrador incluso esperaron toda la noche junto a la tumba a que apareciera el misterioso visitante, pero no lo hizo.
Teorías hay muchas, desde que este intrigante personaje ha muerto hasta que le pilló con la gripe A. Yo he llegado a pensar que puede que aprovechara el bicentenario del 2009 para acabar con la tradición; incluso puede que se haya cansado de que haya gente agazapada en la noche a la espera de ver su sombra.
Sea como sea, nada se sabe a ciencia cierta, pero, al igual que el Cid, Poe, después de muchos años enterrado –se supone que muerto, y no vivo- sigue dando argumentos para un buen relato corto: un relato donde se mezclan el cementerio, el misterio, el alcohol y las rosas.
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2 de Febrero del 2010 a las 10:38 Escrito por Jaime Aguilera
Ahora mismo, en el tren, atravesando dehesas felizmente encharcadas de Sierra Morena, me sorprendo de haberme sorprendido –valga la redundancia- con sitios y lugares de un Madrid donde viví cinco años, donde he ido tantas veces, y a donde siempre me gusta escaparme.
Y sin embargo, en esta mañana ya pasada de domingo invernal he podido visitar por primera vez la Residencia de Estudiantes: el refugio donde se cobijaron tantas ilusiones vanas de un país culto, cívico, laico y optimista; el lugar todos los sentidos tenían cabida en todas las ciencias y las artes. Es por todo eso que no puedo evitar emocionarme imaginando palabras que fueron paridas por Juan Ramón, por Lorca, por Moreno Villa, o por tantos otros al lado de viejo pino, junto al vetusto piano, o debajo de los tejadillos mudéjares.
Por otro lado, siempre he preferido El Retiro en primavera o en otoño; no obstante, la visión de un Palacio de Cristal desde la pequeña cascada, y con los restos etéreos de una niebla que está desapareciendo, me ha hecho sentir como si fuera la primera vez que paseaba por unos senderos de leyenda.
Tampoco me había detenido en el Panteón de Hombres Ilustres, al lado de la Virgen de Atocha. Allí, bajo sus techos neobizantinos, yacen los símbolos de la España del XIX, con sueños de la grandeza perdida, y con abeles y caínes que hacen necesario erigir mausoleos a tres presidentes de gobierno asesinados.
Lo dicho, siempre nos quedará en Madrid algo por descubrir, algo por encontrar en el baúl de su historia. Una amplitud de años, de siglos, de miradas, de ilusiones, de descalabros y de fantasmas que nos hace pensar en un Madrid inmenso y siempre por revivir.
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