AVATAR Vs. AMADOR

28 de Octubre del 2010 a las 19:25 Escrito por Jaime Aguilera

Para Fernando Correas, que tanto le disgustan los artículos de crítica de cine.

La casualidad ha querido que vea en el cine, de forma casi seguida, a la película más cara de la historia, la que se supone que marcará un antes y un después en la evolución del séptimo arte; y a última producción del director Fernando León, que ya nos deleitó con “Los lunes al sol”, “Barrio” o “Familia”.

No voy a negar la impresión de una retina, poco acostumbrada a ponerse las gafitas para ver el film en una imaginaria tercera dimensión, ante imágenes tan rutilantes. No voy a negar la impresión de mi retina ante la botánica tan colorista y espectacular del planeta Pandora. No voy a negar la impresión de mi retina ante animales y plantas que de forma casi orgásmica se unen con los “navi” a través de unos luminosos filamentos capilares. Pero, por desgracia, todo se queda en esa impresión ocular: porque lo que es mi corazón y mi mente han salido poco o nada impresionados ante lo que es una historia convencional donde las haya, que sigue a pies juntillas el esquema del guión clásico de Hollywood. El bueno, el malo, la chica enamorada del bueno; el bueno pelea con el malo; el bueno gana al malo; el bueno se casa con la chica.

En fin, no quería dejar de ser testigo directo de la historia del cine, pero la cosa se ha quedado en eso, en un testimonio a secas.

Todo lo contrario ocurrió con Amador. Una historia aparentemente normal de una chica sudamericana que cuida a un señor mayor en Madrid, una historia que uno espera derive en una crónica con denuncia social un tanto explícita y aburrida, pero que va tomando giros totalmente inesperados que pegan el culo del espectador a su silla. Una película donde los paralelismos son algo más que un símbolo y se convierten en todo un juego de espejos. Una película donde, a diferencia de los protagonistas planos y maniqueos de Avatar, los personajes principales y secundarios están llenos de matices, de contradicciones, de humor soterrado, de rabia contenida, de inocencia adocenada.

En fin, los “avatares” de la vida han hecho que me desilusione con la superproducción y me convierta en un “amador” del buen hacer de un director español.

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MANUEL ALEXANDRE

14 de Octubre del 2010 a las 12:47 Escrito por Jaime Aguilera

Mi primer año de estudiante en Madrid fue en una pensión antigua de la calle Guzmán El Bueno, donde había paella los domingos y las duchas con agua caliente no podían ser más de tres por semana. Todo ello en unas calles del barrio de Argüelles que seguían teniendo un barniz indeleble galdosiano y seguían estando ventiladas por el aire frío y seco de la sierra madrileña.

Teniendo en cuenta este escenario, y teniendo en cuenta las ganas de un servidor de jugar a ser un los poetastros muertos de hambre de “La Colmena” de Cela, no es de extrañar que me dejara caer por el Café Gijón, e incluso que me agachara para mirar si el mármol de la mesa del café no era sino una lápida funeraria vuelta del revés.

Pero lo primero que vi, la primera vez de la muchas que fui al Gijón, fue la silueta ya anciana de Manuel Alexandre en la mesa que había entrando a mano derecha. Había veces en la que estaba sólo y yo le saludaba respetuosamente con un “don” por delante. Otras veces estaba con Alvaro de Luna (el Algarrobo de la serie “Curro Jiménez”, para entendernos). Y, la verdad sea dicha, es que yo me llevaba una cierta desilusión al tener una idea preconcebida de una tertulia del Gijón más sesuda, más de gente como Manuel Vicent, que también se unía a veces a la mesa.

Sin embargo, más tarde comprendí que ver a Manuel Alexandre en la mesa del Gijón era como ver todo el cine y todo el teatro español del siglo XX tomando chocolate con churros en el Madrid de la postguerra, en el Madrid del destape, en el Madrid de la movida, en el Madrid de la postmodernidad: desde “Calle Mayor” a “Doctor, me gustan las mujeres, ¿es grave?”, desde “Atraco a las tres” a “París-Tombuctú”, desde “Estudio 1″ a “Farmacia de Guardia”.

Manuel Alexandre acaba de fallecer y yo, tomándome un café con leche y dos cucharadas de nostalgia, he seguido observándolo desde mi mesa del Gijón, jugando otra vez a ser un escritor de tres al cuarto en un Madrid que no puede evitar seguir siendo castizo.

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