LAS NIÑAS QUIEREN SER PAPISAS

28 de Octubre del 2013 a las 9:56 Escrito por Jaime Aguilera

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La hasta entonces periodista Letizia Ortiz apareció enfundada elegantemente en un traje blanco de Armani. Lucía un magnífico anillo de oro blanco y brillantes. Sus gestos transmitían una confianza inusitada, una seguridad en sí misma que hasta ese momento habían sido habituales, casi necesarias, en su faceta de presentadora de televisión. Sin embargo, resultaba extraño, casi embarazoso, la manera en la que tomaba la iniciativa en la pareja a la hora de responder a sus colegas periodistas. Llegó a interrumpir al Príncipe y se convirtió de la noche al día en una suerte de antítesis de la discretísima Reina Sofía. No se había puesto a la misma altura que el Príncipe, se había puesto por encima…

Años más tarde, el hasta entonces obispo de Buenos Aires apareció en el balcón principal del Vaticano. Al igual que Letizia, también apareció vestido de blanco, pero no era de Armani. Al igual que Letizia, también apareció con joyas, pero no era la cruz pectoral de oro que todos esperaban sino otra mucho más sencilla, mucho más humilde. En su discurso se limitó a dar las gracias, a rezar y a ponerse al servicio de todos: no como Papa sino ahora como obispo de Roma.

Estas dos apariciones de blanco, separadas en el tiempo, sorprendieron a todos porque los personajes se colocaron a una altura distinta a la convencionalmente esperada: Letizia por arriba y el Papa Francisco por abajo.

No sé que ocurrió en la trastienda de el palacio de El Pardo después de la aparición estelar -por el traje y por su comportamiento- de Letizia. Pero si sé que la vivaz periodista convertida en princesa pasó a ser, en cuestión de poco tiempo, precisamente eso: lo que se esperaba, la dócil princesa consorte.

No ha ocurrido lo mismo con el Papa Francisco, que despertó, y que sigue despertando, simpatías en mucha gente que se sentía muy lejana de la corte vaticana. Sencillamente, porque, a diferencia de la princesa, lo que vislumbró en su primera y también albina aparición se está manteniendo en el tiempo; sencillamente porque está volviendo a una humanismo cristiano que se había casi olvidado, un humanismo que tenía a la dignidad humana como principal valor.

La revolución del siglo XXI no cabe duda, no lo duden: va a ser la revolución de la mujer, por mucho que las tres religiones más importantes, las tres del Libro, las tres monoteístas, se empeñen en lo contrario.

Y el papa Francisco ha sido el primero en dar un paso adelante para que todas las mujeres tengan el sitio que por dignidad les corresponde. El sitio adecuado para todas las mujeres: las que son princesas Letizias, las que no son princesas, las que nunca lo serán e incluso las que son hombres pero se sienten Letizias.

Ya era hora de que la Iglesia dejara de considerar a los homosexuales como apestados pervertidos: “En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que son verdaderos heridos sociales, porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso”, les dice ahora el Papa Francisco. “Si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla”. Ya era hora de que alguien en la jerarquía vaticana hablara con la misma misericordia que predica.

Pero insisto: el gran reto de la sociedad en general, y de la Iglesia Católica en particular, es incorporar definitivamente la igualdad entre hombres y mujeres. “La mujer es imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos”.

Si esta frase del Papa transporta lo “imprescindible” a los todos los ámbitos de su organización habrá conseguido que siga existiendo después de más de dos milenios; de lo contrario, la decadencia del “imperio romano vaticano” está garantizada.

Y para ello nada mejor que comenzar otorgando el orden sacerdotal a la mujer y aboliendo el celibato, que no es ningún dogma de fe, que es un simple decreto papal, que no se corresponde con el papel de la mujer en las primeras comunidades cristianas, y que de hecho ya ha sido superado por otras comunidades cristianas.

¿Qué problema hay, o que problema puede haber, en que una mujer, o un homosexual, o una mujer homosexual, sea sacerdote u obispo? ¿Tiene algo que ver su sexo o su inclinación sexual con su fe, su vocación de servicio o su misión evangelizadora? ¿Que problema puede haber en hacer del celibato una opción y no una obligación? ¿Por qué, como ya lo demuestran otras iglesias, un sacerdote, o sacerdotisa, no lo puede dar todo por su comunidad, incluyendo en ella si quiere a su propia familia?

Confiemos en que los negros cuervos, que siempre los ha habido y por desgracia siempre los habrá, no apaguen la voz -como hicieron con Letizia- de este mirlo vestido de blanco pero no de Armani.

Y es que si quieren apagar su voz ahora entiendo lo que decía Sabina de que “las niñas ya no quieran ser princesas”. Pero seguro que si algún día pueden, las niñas quieren ser papisas.

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