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“No dudo de que venceremos a los franceses, la pregunta es si venceremos de nosotros mismos”. Bartolomé José Gallardo, el injustamente olvidado personaje histórico que coprotagoniza mi última novela, pronuncia esta acertada frase que acabo de entrecomillar en plena lucha contra el poderoso ejército napoleónico. Y el tiempo, y la Historia, le han ido dando toda la razón.
El pueblo español, unido, es el primero que vence en Europa al imbatible invasor francés. El pueblo español, unido, asombra al mundo con una “Transición” a la democracia que ha sido el mayor logro de prosperidad para nuestra piel de toro y que, hoy en día, continúa siendo modelo a seguir para muchos países que quieren vivir en democracia.
Pero ese mismo pueblo es el que, una vez conseguida la expulsión de los franceses, se desangra en luchas inútiles y fratricidas que desembocarán en una horrenda Guerra Civil un siglo después. Pero ese mismo pueblo, es el que, una vez instaurada la democracia, gastará sus fuerzas en debates cainitas que lo debilitan hasta no poder más.
Y el último ejemplo, uno más, de división interna de los españoles lo tenemos con una reforma educativa que acaba de entrar en vigor después de publicarse en el Boletín Oficial del Estado, y que el principal partido de la oposición ya ha anunciado que cambiará en cuanto que vuelva al poder.
El debate desenfocado, en un pilar tan crucial como la educación, sigue centrándose en los mismos temas no resueltos desde los tiempos de Bartolomé José Gallardo: la religión y las muchas Españas.
Los esfuerzos se concentran, por poner algún ejemplo, en si hay que seguir o no con la “educación para la ciudadanía”, en la importancia de la asignatura de religión o en el papel como lengua vehicular del catalán. Y cada español, y cada antiespañol, y cada partido político, y cada confederación de padres de alumnos, y cada sindicato, defiende con vehemencia una “política educativa” que desgraciadamente pasa a ser arma arrojadiza en un campo de batalla equivocado.
Porque el debate sobre la política educativa debería ser cualquier cosa menos un debate político, entendiendo este último como un enfrentamiento dialéctico que no busca acuerdo, sino simplemente autoafirmaciones ideológicas preestablecidas. Dicho en castizo: o estás conmigo o estás contra mí.
Ya sé que consenso se ha convertido en una palabra tan manida que hemos vaciado su contenido: pero es necesario traerla a colación una vez más. En lugar de seguir alimentando argumentos en contra o a favor de la Iglesia Católica, en contra o a favor del euskera o el catalán, deberíamos encontrar todos -los partidos, los curas, los sindicatos, los ciudadanos, los padres…- el consenso, el mínino común denominador inamovible en tres bloques fundamentales:
1) La importancia de la figura del maestro y de la autonomía de los centros. Una educación adecuada solo es posible si la autoridad del maestro es incuestionada -por los padres más que por los hijos- y si los centros tienen un cierto margen de actuación.
2) El refuerzo de las matemáticas y la lengua como materias troncales. Mientras el famoso informe Pisa nos dice una y otra vez que el cálculo numérico y la comprensión lectora de los alumnos españoles no son los más idóneos, nosotros seguimos cambiando leyes según el partido político, seguimos hablando en la barra de un bar y en el Congreso de los Diputados de religión y de autonomías, sin centrarnos en lo importante.
3) Es necesario marcar unos itinerarios educativos fijos en el tiempo y flexibles en las opciones. Mientras en Alemania sigue con las leyes educativas centenarias de Bismarck, nosotros en treinta años hemos cambiando varias veces. De una vez por todas habría que apostar por una formación profesional que quite la obsesión autárquica y trasnochada de que todos tienen que tener un título universitario, que lo único que nos ha llevado es a alumnos universitarios desmotivados y con pocas expectativas de empleo. Al mismo tiempo, de una vez por todas habría que dar el espacio adecuado a las ramas humanísticas y musicales, que ahora, siguiendo modas improvisadas, han cedido ante lo único que parece que hay que saber: las ciencias no humanísticas y los idiomas. La informática y el inglés, por poner un ejemplo, me parecen fundamentales: tan importantes que precisamente no se deben limitar a regalar un ordenador portátil o a dar una clase de educación física en idioma anglosajón. Pero eso no nos debe hacer olvidar que un futuro médico, o un futuro químico no debe menospreciar nunca una base imprescindible de filosofía, literatura o formación musical, tan de capa caída en estos tiempos cambiantes, superficiales y tecnológicos.
En definitiva, es triste confirmar que doscientos años después de que Gallardo dudara de que venciéramos de nosotros mismos, seguimos luchando en una guerra civil educativa con consecuencias funestas y con banderas estériles. Si fuimos capaces, unidos, de conseguir lo que nadie había conseguido -vencer al invasor francés e instaurar una democracia-, ¿por qué no podemos ahora hacer los mismo? Sentémonos por fin en una mesa a pactar lo importante con vocación de permanencia. Sentémonos por fin para acabar con esta guerra civil educativa que nos mata a unos y a otros con la guadaña de la ignorancia y la estulticia.