MARIANO EL DE LA HUERTA
8 de Febrero del 2016 a las 10:17 Escrito por Jaime Aguilera
Uno nunca está preparado. Quizás como mero mecanismo de defensa, quizás como una absurda negación de la realidad más cierta: uno nunca está preparado para escribir la necrológica de su padre.
Todavía no ha amanecido. He parado en un bar de camioneros camino de Sevilla. Me he sentado a tomar un café al lado de la chimenea encendida. Afuera, por fin llueve. Hay aceituneros hablando en la puerta, no saben si el agua les impedirá trabajar. Recuerdo otro viaje de madrugada junto a mi padre: también hacía frío, pero me había empeñado en acompañarlo a un pueblo lejano de Granada en su camión cargado de cebada. Recuerdo el calor agradable que desprendía el cajón divisorio del Pegaso, el olor a Ducados, la sensación de vivir una aventura junto a él. Recuerdos y recuerdos, tantos que no debo centrarme en ellos sino en los ejemplos.
Mi padre ha sido ejemplo de devoción por la familia y la amistad. Mi padre lo dio todo por mi hermana y por mí, por procurar para nosotros la mejor formación y educación, la que él no había podido tener. Lo dio todo por su familia en general, y por amigos a los prestaba dinero o les buscaba un techo, porque para mi padre los únicos amigos son los que estaban ahí cuando los necesitabas.
Mi padre ha sido un ejemplo de devoción por el trabajo. Como todo huérfano de viuda de guerra básicamente lo único que hizo en su vida fue trabajar, trabajar desde que tuvo uso de razón, tanto que cuando paraba su mirada se volvía triste, porque no concebía los días sin movimiento, sin gentes con las que hablar y reír, sin olivos que arar, sin carreteras que conducir, sin tierras donde quitar piedras, sin cabras que contar, sin matalahúva que exportar, sin tomates que recoger, sin trigo que sembrar…
Mi padre ha sido un ejemplo de devoción por la risa y la naturalidad. El humor por bandera, las bromas y la sonrisa fueron su tarjeta de presentación, su forma de decirnos a todos que quería querernos. Siempre siendo fiel a sí mismo, a su personaje, siempre igual, porque era como él era delante de un príncipe o delante de un mendigo, y ese era el secreto de su autenticidad. Mi padre se reía de todo, también de sí mismo, también de su propia muerte, tanto que esta carcajada continua es capaz ahora de mitigar su tremenda ausencia.
Mi padre fue ejemplo, también, como contador de historias. Tanto que pienso si hay algo genético en mi vocación por escribir viene de la pasión lectora de mi abuelo de Zafarraya y de las mil y una historias que mi padre contaba una y otra vez. Porque como buen cuentista convertía cualquier anécdota, cualquier “cosa que le pasó” en una narración divertida. Y contando historias nos hacía más felices, porque la vida no es más que eso: una historia por contar.
Mi padre nunca leía, solo contaba historias. Es más, se sentía orgulloso de que su hijo escribiera, pero nunca leyó nada mío: me decía que se mareaba con los renglones. Así que, como estoy seguro de que seguirá siendo fiel a sí mismo, tampoco leerá esta necrológica de su hijo. Por eso, allá donde esté, por favor, que alguien se la lea en voz alta: para que sepa de todo lo que ha sido ejemplo, para que sepa que lo seguiremos queriendo, para que sepa que sigue con nosotros, porque nunca, nunca, dejaremos de contar sus historias, cualquier “cosa que le pasó”…
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