Publicado en Tribuna de Diaro Sur el 8 de Octubre de 2020
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En la lluviosa y difícil primavera del confinamiento Madrid lo pasó mal, muy mal, le robaron, como a muchos más, su mes de abril: una rápida expansión de la epidemia hizo que su red sanitaria colapsara, que más que nunca “la muerte viajara en ambulancias blancas”, hasta el punto de que IFEMA, todo un símbolo del Madrid abierto y cosmopolita, terminara convertido en hospital de campaña; hasta el punto de que el Palacio de Hielo, todo un símbolo de la diversión abierta a todos de par en par, terminara convertido en morgue improvisada.
Y sin embargo no faltó quien aprovechara la ocasión para clavar un aguijón que solo puede nacer desde el odio más furibundo: como la política catalana Clara Ponsatí, que culminó su defensa de un aislamiento total de la capital, según ella cuna de todos los males, jugando de forma nada afortunada con la famosa expresión “de Madrid al cielo”.
Y cuando pensamos que toda aquella pesadilla había terminado, la segunda ola lleva de nuevo a Madrid a una situación desesperada, a un segundo confinamiento en la práctica. Y otra vez llega un político, nada más y nada menos que un presidente de una comunidad autónoma vecina y hermana, y se refiere a Madrid, a este Madrid de la segunda ola, como el origen de todos los males, el origen de una “bomba radioactiva vírica”.
Pues bien, a todos ellos, a todos los que aprovechan la desgracia ajena para descargar sus odios (ojo, y sus complejos), les digo que ellos sí que son una odiosa minoría, porque somos muchos más, miles y miles, puede que millones, los que nos sentimos madrileños aunque no nos hayamos criado allí: porque todo aquel que haya vivido un tiempo en “el foro”, “con los gatos” y los no gatos, en Chamberí, “donde los perros dicen güaus”, desde el primer momento se siente uno más, un madrileño andaluz más, otro gallego madrileño que se suma. Porque lo bueno que tiene ser o sentirse madrileño, es que Madrid siempre se deja la puerta abierta a la doble nacionalidad; de ahí que los “28 de febrero” que recuerdo con más cariño son los que viví en Madrid, con los jerezanos invitando a fino a los demás y yo aportando mi botella de Málaga Virgen.
Su condición de ciudad abierta, “allá donde se cruzan los caminos”, sin duda ha contribuido a la expansión del virus, y quizás ahora toca plegar velas y encerrarse en la cueva hasta que pase la tormenta; pero después Madrid tiene que, debe, volver a ser Madrid, porque esa la esencia de su ser, la mezcla de lo castizo con lo cosmopolita, de la capital con las provincias, de todo lo peor y todo lo mejor, de todo de puro y lo misceláneo. Ahora, a los que viven allí y a los que siempre queremos volver nos toca quedarnos en casa o guardar la maleta. Pero esto solo debe ser un forzado paréntesis, más pronto que tarde estaremos todos, de todo el mundo y de todas “las provincias”, paseando de nuevo por “Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal”, dejándonos llevar con la indolencia de “un africano por la Gran Vía” arrastrado por un sinfín de gentes de todos los lugares y de todas las condiciones.
Porque para ser, para sentirse madrileño, a nadie se le exige un carnet, una afiliación, un determinado “rh” o un retahíla de apellidos que demuestren su pureza de sangre. Para ser, para sentirse madrileño, sólo se exige llegar, ver y vencer, dejarse abrazar por sus atardeceres rojos, sus arbóles caducos, su viento frío y seco de la sierra y su agua de Lozoya: no hay que hacer ni presentar nada, sólo dejarse llevar…
Por eso, desde aquí todo mi apoyo, cariño, comprensión y ánimo a todos “mis paisanos” madrileños que de nuevo lo vuelven a pasar mal. Que no desesperen y que los pájaros sigan siendo los únicos que visiten al psiquiatra.
Cuando la muerte venga a visitarme, seguramente seguiré estando en el Sur, donde nací, pero hasta entonces quiero ir miles de veces a mi patria apátrida madrileña, donde viví. Pongamos que soy, que somos, de Madrid.