GABO Y GAVARBETTI
23 de Abril del 2014 a las 20:52 Escrito por Jaime Aguilera
Leí por primera vez a Gabo en la adolescencia. Fue su “Crónica de una muerte anunciada” en un ejemplar tomado a préstamo en la Biblioteca de la Diputación Provincial, cuando todavía ésta estaba situada en la Plaza de la Marina. Tanto me gustó que me autoregalé para Reyes la otra crónica, la del “naúfrago”, que era la que tenía el precio más asequible en la mítica y tristemente desaparecida librería de Negrete, en la calle Granada.
Pero la explosión de la fruición lectora llegó cuando me instalé como estudiante en una pensión madrileña que parecía sacada de “La Colmena” de Cela. Allí, en el invierno del 88, con huelga general incluida, devoré “Cien años de Soledad” en una edición de bolsillo de Círculo de Lectores.
Al año siguiente, rendido a una nueva religión que tenía a Gabo como deidad incontestable, iba en peregrinación a un bar de copas que había debajo del viaducto madrileño de los suicidas simplemente porque se llamaba “Macondo”. Los conciertos de jazz y las tardes diletantes en el Café Central eran las ceremonias religiosas donde se leía la palabra sagrada del Dios Gabo. Yo jugaba a ser un joven escritor, y García Márquez, Vargas Llosa y Muñoz Molina eran mis profetas. Fue allí, en estos templos de una bohemia solitaria e impostada, donde leí la novela que más le gustaba a Gabo pero no a mí -El otoño del patriarca- y la que más me gustó a mí pero no a Gabo -El amor en los tiempos en cólera.
Después se fueron las novelas y llegaron los cuentos. Mucha culpa tuvo mi profesora de Hispanoamericana en el doctorado, Guadalupe. Los “Doce cuentos peregrinos” fueron manoseados una y otra vez, fueron exprimidos palabra a palabra, en una disección que era fiel espejo de la meticulosidad con las que fueron paridas. De esa época todavía conservo una recopilación de cuentos editada con el beneplácito del régimen castrista y que compré en La Habana Vieja.
Seguía jugando a ser escritor de cuentos. Hasta que unos meses inolvidables en una buhardilla de madera azul en Harvard sacaron a la luz de nieve mi primera novela. De regreso a España decidí enviarla a un concurso y, claro está, para ello tenía que participar bajo pseudónimo: Gavarbetti.
Fue en ese momento donde nació el personaje que me unió definitivamente a Gabo, porque además nacía de él como primer espada, de Vargas Llosa como segundo y de Benedetti como tercero. Gavarbetti tomó forma como el antiguo paseante que siempre fue, como el lector que no había dejado de serlo y como el escribidor que siempre aspiraba a ser.
Recuerdo que mientras escribía la novela un amigo me decía una y otra vez la importancia de la primera frase, y para ello siempre ponía como ejemplo el inicio de “Cien años de soledad”. Fíjate como empieza esta novela -me decía-, es genial, ya no puedes parar de leer: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Se ve que la primera frase de mi novela nunca llegó a su altura. No gané el concurso. Pero seguí viviendo con el fantasma de Gavarbetti y seguí leyendo y releyendo a su padre, Gabo.
Después tuve la suerte de poder conversar con Vargas Llosa y con Muñoz Molina; pero nunca lo hice, y ya no lo podré hacer, ni con Benedetti ni mucho menos con García Márquez. Me hubiera gustado poder agradecerle, entre otras cosas, que gracias a él, nació Gavarbetti.
En mi segunda novela, ambientada en el siglo XIX, era improbable que saliera a relucir Gabo. Sin embargo, el fantasma de Gavarbetti exigió, como peaje por usar de nuevo su nombre, la aparición de su padre creador. Y fue así como emergió en el texto un Gabo que, al igual que el protagonista Bartolomé Gallardo, nunca perteneció a la Real Academia de la Lengua y siempre defendió cambiar algunas normas ortográficas sin sentido, como mantener dos letras, la be y la uve, con el mismo sonido y con el único fin de confundir en los dictados escolares para desánimo de los estudiantes.
En esta tarde lluviosa de abril, mientras escribo estas líneas, poseído como el monólogo de Isabel por el “espanto y el diluvio” tomo conciencia de que García Márquez ya no nos escribirá más, de que ahora ya si que somos todos “coroneles que no tenemos quien nos escriba”. Y sin embargo, hoy, años después de conocer el hielo de los Buendía, la muerte del escritor colombiano ha hecho resucitar de nuevo a Gavarbetti. No habrá más historias y más palabras de Gabo, pero las crónicas de Macondo permanecerán ahí, custodiadas por Mamá Grande para que Gavarbetti las vuelva a leer, las vuelva a pasear, las vuelva a escuchar como gotas de agua de una lluvia antigua.
TRIBUNA DIARIO SUR DIA DEL LIBRO: 23-04-14 gabo-y-gavarbetti.pdf
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