LA MUERTE Y LA NOVENA
15 de Mayo del 2018 a las 20:49 Escrito por Jaime Aguilera
Publicado en Tribuna de Diario Sur el 15 de mayo de 2018
http://www.diariosur.es/opinion/muerte-novena-20180515000717-ntvo.html
La novena sinfonía de Beethoven, el conocido como ‘Himno a la alegría’: esa fue la música escogida.
Hace unos días, el científico australiano David Goodall, en un detalle que muchos considerarán sacrílego, decidió cuál iba a ser ’su última cena’: pescado frito con patatas y pastel de queso. Lo hizo no acompañado de sus discípulos sino de su familia, de sus nietos. Justo después comenzó a sonar la novena sinfonía de Beethoven y se tumbó en una cama de una clínica de Basilea, en Suiza. Un médico le colocó una vía intravenosa en el brazo y el mismo paciente se encargó de abrir una válvula que dio paso a un potente sedante que en altas dosis detiene los latidos del corazón. David Goodall se quedó dormido en pocos minutos y luego falleció. Tenía 104 años y no sufría ninguna enfermedad terminal.
Goodall, profesor e investigador asociado honorífico de la Universidad Edith Cowan de Perth (Australia), ya fue noticia hace dos años cuando su universidad le pidió que dejara de trabajar -con 102 años- alegando los riesgos para su seguridad derivados de sus desplazamientos. Al final la presión social consiguió que siguiera con su pasión investigadora.
El escritor y filósofo Albert Camus, que por cierto muere prematuramente en un accidente de tráfico, se planteó en su famosa obra ‘El mito de Sísifo’ que el ser humano debería hacerse la pregunta moral, existencial, de por qué seguir viviendo, por qué no suicidarse. Igualmente, Nemesio, el protagonista en la ficción de mi última novela, se plantea que la primera decisión una vez alcanzada la mayoría de edad sería decidir si queremos seguir viviendo. Lo más normal es que se quiera seguir exprimiendo cada día que amanece; es más, puede que el propio planteamiento radical de hacerse esta fatídica pregunta no sea sino un gran acicate para aferrarse a la vida. Sea como sea, que las personas nos podamos hacer esta pregunta es, como mínimo, colocar al hombre en una posición que no gusta a las religiones, porque al fin y al cabo lo superpone a cualquier deidad, de ahí que se prohibiera enterrar a los suicidas en suelo sagrado. Pero eso no le quita ningún ápice de legitimidad, de máxima expresión de libertad individual de la condición humana. Si somos los únicos seres vivos con la conciencia de la muerte, en lógica consecuencia debemos decidir libremente si queremos o no seguir viviendo.
Y eso significa no tener que morir cometiendo, como ocurre en la mayoría de países, un delito de suicidio, obligando por ende a morir en la clandestinidad, en las fronteras exteriores de la ley.
Dos años después de que le permitieran continuar en la universidad las fuerzas de Goodall se han agotado. Sus palabras no pueden ser más clarividentes: «No soy feliz. Quiero morirme. No es particularmente triste. Lo que es triste es que me lo impidan. Mi sentimiento es que una persona mayor como yo debe beneficiarse de sus plenos derechos de ciudadano, incluido el derecho al suicidio asistido».
¿Cómo negarle el derecho a una persona que seguía trabajando con 104 años? Es cierto que hay siempre un componente egocéntrico en esa decisión, ¿pero acaso la gran mayoría de nuestras decisiones vitales no nacen de nuestra voluntad más unívoca y por tanto ciertamente egoísta?
Les invito a una reflexión y a una respuesta que nazca desde su honestidad y su generosidad: imaginen a un familiar cercano, o sencillamente a un buen amigo, que ha superado el siglo de existencia, que ha llevado una vida plena, llena, como casi todas, de alegrías y de tristezas, pero plena al fin y al cabo. ¿Qué le responderían si les pidiera su aquiescencia para poder abandonar este mundo? Piensen en los nietos que acompañaron a Goodall en la cena, con toda seguridad se despedían con tristeza de un abuelo irrepetible, único, al que a partir de entonces echarían de menos; sin embargo, al mismo tiempo estaban respetando el propio deseo legítimo de una persona que hasta el último momento ha estado aspirando la vida a borbotones: ¿es recriminable su actitud de no oponerse frontalmente a la decisión de su abuelo?
Por último, les invito a un ejercicio mental. Imaginen que llegan a una provecta edad centenaria, que ya han hecho todo lo que querían hacer, que han perdido la ilusión por seguir viviendo. Piensen por un momento el menú de su última cena, las personas que les van a acompañar y la música con la que comenzarán a desfilar los títulos de crédito de su propia biografía, una biografía de la que han sido dueños hasta el último momento.
Desde luego, la elección musical de Goodall no fue casual: ya se sabe que el genio sordo de Bonn no quería que su novena fuera un himno a la alegría. La concibió como un himno a la libertad.
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