UNO MÁS DE LA FAMILIA
13 de Octubre del 2019 a las 14:47 Escrito por Jaime Aguilera
Publicado en Diario Sur el 13 de octubre de 2019
Mi coche grande, la Zafira, tiene ya diecisiete años: la adopté a los dos años, por tanto lleva ya quince conmigo. Muchos me invitan a que me deshaga de ella, me espetan que ya tiene muchos años, que me compre uno nuevo… Yo les respondo con criterios pragmáticos y económicos, que si el dinero peor invertido es el de un coche, que si anda mejor que nunca y gasta menos que nunca…, pero me reservo, porque temo que no me van a entender, el que es quizás el argumento más importante: para nosotros, para mi familia, es difícil desprendernos de ella porque es uno más de la familia, casi al mismo nivel que en su día nuestro perro Bartolo o ahora la tortuga Benita.
El primer error es ponerle nombre. Decía Juan Ramón Jiménez que para amar una cosa, por simple e insignificante que fuera, lo primero que había que hacer era nombrarla. Yo heredé esta costumbre de mi padre, que bautizaba inmediata y arbitrariamente a los múltiples coches que compraba o cambiaba, como “El cordobés” (un Seat 850 con matrícula de Córdoba que adquirió cambiándolo en la misma gasolinera por el Dos Caballos en el que estábamos montados mi hermana y yo, de tal forma que fuimos a echar gasolina en un coche y salimos montados en otro), como “El Machaquito” (un Seat 131 motor Perkins que era más fuerte que el anís de Rute del que tomó su nombre) o el mismo Copito (un Opel Corsa que todavía tiene mi madre y que obviamente es blanco).
Siguiendo esa tradición el Daewoo Matiz color rojo fue bautizado como Tomatito. Todavía lo recuerdo subiendo la cuesta del Cerrado con el motor ya muy recalentado y yo animándolo con mi hijo sentado detrás: “Venga, Tomatito, que tú puedes”. El pobre ya no daba más de sí y lo entregamos en Cumaca al comprar un Toyota Aygo. Mi hijo se empeñó en acompañarme para despedir a “su Tomatito” y el comercial se quedó pasmado cuando vio a mi hijo abrazado al Daewoo y con lágrimas en los ojos: “Tomatito, pórtate bien donde vayas, pórtate como tú sabes”. El citado comercial no pudo reprimir la emoción y me dijo: “Le pido por favor que no venga más veces a entregar un coche con su hijo”.
El caso es que salimos de allí con el segundo coche pequeñito y rojo, y claro está, ya no solo se distinguían los coches de la familia por nombre y sexo (la Zafira tenía género femenino y el Tomatito masculino), ahora habíamos rizado el rizo y habíamos instaurado una saga: el Toyota rojo pasó a ser bautizado como Tomatito II.
Es curioso y sintomático que cuando hemos vivido en el extranjero hemos alquilado coches por varias semanas, y nos ha ido muy bien, pero nunca lo hemos bautizado, quizás porque nunca los hemos considerado de la familia.
Disfruto mucho repasando (evito recordar aquellos en los que mi familia tuvo accidentes, algunos de ellos mortales) todos los coches donde he viajado, he aprendido a conducir, he amado, he dormido, he escuchado música, he hecho giras como escritor, he fumado, he conversado, he discutido… en definitiva, he vivido: el enorme Seat 1500 que decían que era un coche de ministro; el Chrysler que era muy bueno “porque era americano”; el Renault 4, el cuatro latas furgoneta de mis padrinos, Ramoncito, que conducía por los rastrojos del llano de Zafarraya; el Dos Caballos atascado en mitad de la nieve y lleno de productos de la matanza; el Dos Caballos furgoneta que era “la Fabiola” porque era, como nuestra reina belga, muy fea pero muy buena; el Cordobés; el Citröen Gs Club verde manzana que mi madre ponía a cien por Alfarnate de regreso de Periana; el “Foresillo”, un Ford Escort rojo que le pedía prestado a mi padre y me lo llevaba por toda España y Portugal, solo o muy bien acompañado; El Golf negro, mi primer amor, mi primer coche; el Seiscientos amarillo, con el que subíamos a comer a los Montes con los compañeros del Club 600; el Fiat Stylo; El Escarabajo que le pedía prestado a mi hermana y se perdió con las inundaciones del Trabuco; el Renault 5 amarillo que le pedía prestado a mi prima; el Susuki negro que es ya es el “buey vitalicio” que tira del simpecado de la Virgen de Gracia; el Jaguar que mi padre, en una jugada maestra, me cambió en vida por su Mercedes para que ya nunca, después de su muerte, me pudiera desprender de él.
Seguro que todos ustedes, mis discretos lectores, tienen también muchas historias con los coches que han desfilando delante de sus ojos, porque la historia de nuestra vida es también la historia de los coches que nos han acompañado, para bien y para mal.
Les invito a que también disfruten ustedes, al igual que yo, recorriendo los artefactos de cuatro ruedas que guardan con cariño en la retina de sus recuerdos.
Y no olviden mi advertencia, si les ponen nombre, ya saben, corren el riesgo de que pase a ser uno más de la familia.
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