GAZPACHITO

21 de Agosto del 2008 a las 14:01 Escrito por Jaime Aguilera

El primer recuerdo que tengo de mi padre es delante de una fuente de gazpacho, compitiendo por ver quién de los dos se tomaba más cucharadas. Siempre he pensado que esta imagen, cargada de la admiración idólatra de un niño hacia su padre, algo habrá influido en una pasión roja, no por ideologías o selecciones nacionales de fútbol, sino por el sencillo y rojo tomate.
Porque me estoy centrando en el gazpacho moderno,  el que vino, como un cante de ida y vuelta, con el tomate y el pepino de las Américas. Nosotros ya mezclábamos, cuando éramos romanos o árabes, el agua, el ajo, el aceite y el vinagre; incluso le añadíamos almendras o habas para hacer nuestro ajoblanco. Ha sido precisamente esta tradición  secular la que ha originado esta multitud de variedades del gazpacho, en sus ingredientes o en sus nombres. Porque si iba al pueblo granadino de mi madre –Zafarraya- se llamaba zoque, y si estaba en el malagueño Trabuco se llamaba pimentón. Y si tenemos castañas asadas y es otoño se hace el gazpacho de invierno, saltalindes, hijoputa o tresgolpes. En definitiva, por mucho que se empeñen en Canal Sur, Andalucías, como gazpachos, no hay una sino mil.
El problema del gazpacho es su fuerte carácter adictivo: si empiezas a tomarlo, cada sorbo te invita a otro más, a otro más, a otro más. Se inicia así una espiral perversa ya que te lo has tomado porque tenías sed y al final, algunas horas después, no paras de beber agua por en “empacho de gazpacho”.
Tal era y es mi afición que en mi antiguo colegio mayor me decían “gazpachito”, por tomarme la ración prevista para seis personas. El caso es que el gazpacho, desde el primer recuerdo con mi padre hasta hace un rato que acabo de terminarme un “tetrabrik”, como el desodorante, nunca me ha abandonado.

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