NUEVA NOVELA

8 de Noviembre del 2013 a las 15:14 Escrito por Jaime Aguilera

Después de varios años de trabajo, sale a la luz mi segunda novela. Será publicada por la Editorial Áltera y ha sido reconocida como finalista del I Premio Hispania de Novela Histórica.

Es para mí un honor compartir su portada,  su sinopsis y  su preámbulo con los que habitualmente sois seguidores de este blog. Gracias a todos por vuestro apoyo.

Seguiré informando a través de esta tribuna digital de todo lo relacionado con la presentación de la novela. Estará en las librerías a finales de noviembre.

Saludos.

Jaime Aguilera

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LAS NIÑAS QUIEREN SER PAPISAS

28 de Octubre del 2013 a las 9:56 Escrito por Jaime Aguilera

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La hasta entonces periodista Letizia Ortiz apareció enfundada elegantemente en un traje blanco de Armani. Lucía un magnífico anillo de oro blanco y brillantes. Sus gestos transmitían una confianza inusitada, una seguridad en sí misma que hasta ese momento habían sido habituales, casi necesarias, en su faceta de presentadora de televisión. Sin embargo, resultaba extraño, casi embarazoso, la manera en la que tomaba la iniciativa en la pareja a la hora de responder a sus colegas periodistas. Llegó a interrumpir al Príncipe y se convirtió de la noche al día en una suerte de antítesis de la discretísima Reina Sofía. No se había puesto a la misma altura que el Príncipe, se había puesto por encima…

Años más tarde, el hasta entonces obispo de Buenos Aires apareció en el balcón principal del Vaticano. Al igual que Letizia, también apareció vestido de blanco, pero no era de Armani. Al igual que Letizia, también apareció con joyas, pero no era la cruz pectoral de oro que todos esperaban sino otra mucho más sencilla, mucho más humilde. En su discurso se limitó a dar las gracias, a rezar y a ponerse al servicio de todos: no como Papa sino ahora como obispo de Roma.

Estas dos apariciones de blanco, separadas en el tiempo, sorprendieron a todos porque los personajes se colocaron a una altura distinta a la convencionalmente esperada: Letizia por arriba y el Papa Francisco por abajo.

No sé que ocurrió en la trastienda de el palacio de El Pardo después de la aparición estelar -por el traje y por su comportamiento- de Letizia. Pero si sé que la vivaz periodista convertida en princesa pasó a ser, en cuestión de poco tiempo, precisamente eso: lo que se esperaba, la dócil princesa consorte.

No ha ocurrido lo mismo con el Papa Francisco, que despertó, y que sigue despertando, simpatías en mucha gente que se sentía muy lejana de la corte vaticana. Sencillamente, porque, a diferencia de la princesa, lo que vislumbró en su primera y también albina aparición se está manteniendo en el tiempo; sencillamente porque está volviendo a una humanismo cristiano que se había casi olvidado, un humanismo que tenía a la dignidad humana como principal valor.

La revolución del siglo XXI no cabe duda, no lo duden: va a ser la revolución de la mujer, por mucho que las tres religiones más importantes, las tres del Libro, las tres monoteístas, se empeñen en lo contrario.

Y el papa Francisco ha sido el primero en dar un paso adelante para que todas las mujeres tengan el sitio que por dignidad les corresponde. El sitio adecuado para todas las mujeres: las que son princesas Letizias, las que no son princesas, las que nunca lo serán e incluso las que son hombres pero se sienten Letizias.

Ya era hora de que la Iglesia dejara de considerar a los homosexuales como apestados pervertidos: “En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que son verdaderos heridos sociales, porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso”, les dice ahora el Papa Francisco. “Si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla”. Ya era hora de que alguien en la jerarquía vaticana hablara con la misma misericordia que predica.

Pero insisto: el gran reto de la sociedad en general, y de la Iglesia Católica en particular, es incorporar definitivamente la igualdad entre hombres y mujeres. “La mujer es imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos”.

Si esta frase del Papa transporta lo “imprescindible” a los todos los ámbitos de su organización habrá conseguido que siga existiendo después de más de dos milenios; de lo contrario, la decadencia del “imperio romano vaticano” está garantizada.

Y para ello nada mejor que comenzar otorgando el orden sacerdotal a la mujer y aboliendo el celibato, que no es ningún dogma de fe, que es un simple decreto papal, que no se corresponde con el papel de la mujer en las primeras comunidades cristianas, y que de hecho ya ha sido superado por otras comunidades cristianas.

¿Qué problema hay, o que problema puede haber, en que una mujer, o un homosexual, o una mujer homosexual, sea sacerdote u obispo? ¿Tiene algo que ver su sexo o su inclinación sexual con su fe, su vocación de servicio o su misión evangelizadora? ¿Que problema puede haber en hacer del celibato una opción y no una obligación? ¿Por qué, como ya lo demuestran otras iglesias, un sacerdote, o sacerdotisa, no lo puede dar todo por su comunidad, incluyendo en ella si quiere a su propia familia?

Confiemos en que los negros cuervos, que siempre los ha habido y por desgracia siempre los habrá, no apaguen la voz -como hicieron con Letizia- de este mirlo vestido de blanco pero no de Armani.

Y es que si quieren apagar su voz ahora entiendo lo que decía Sabina de que “las niñas ya no quieran ser princesas”. Pero seguro que si algún día pueden, las niñas quieren ser papisas.

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LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA LIBROS

30 de Septiembre del 2013 a las 12:11 Escrito por Jaime Aguilera

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Decía Saramago que somos la memoria que nos queda y la responsabilidad que asumimos. La semana pasada, con responsabilidad doméstica y memoria poética, ordené mis libros. Resultó entonces que había dado una vuelta al mundo en ochenta libros. Mi biblioteca familiar es eso, muy familiar: poco más de un millar de ejemplares donde la mayoría son ediciones de bolsillo. Por eso no tardé mucho tiempo, dos tardes; pero fue suficiente para volver a recorrer los territorios, en el tiempo y en el espacio, de esa memoria sin la que no somos casi nada.

Volver a tener entre mis manos mi primer libro, el ejemplar de Bruguera de un “Miguel Strogoff” con ilustraciones, es sentarme otra vez en la habitación del balneario de Alhama de Granada, donde comencé a leerlo con más curiosidad que placer. Una curiosidad que se renueva ahora con la misma fuerza cuando son mis hijos los que ahora atravesarán la gélida estepa siberiana con este mismo ejemplar.

“La historia interminable” me lleva otra vez a la ilusión con mayúsculas para un niño: la noche de Reyes. Mis padres me habían dicho que si no me quedaba dormido no vendrían sus majestades, pero el nerviosismo me impedía dormir; por eso, con una linterna y debajo de las sábanas, cabalgaba página tras página por el reino de Fantasía.

“Los poemas de Alberto Caeiro” de Pessoa, en una edición bilingüe de Visor, me llevan a dos viajes iniciáticos a Lisboa. Y Lisboa me lleva a la edición de Seix Barral de “El invierno en Lisboa”, que compré gracias al aula de literatura de mi colegio mayor de Madrid. Pero esta novela de Muñoz Molina me lleva a muchos sitios además de Lisboa: me lleva otra vez a un septiembre en San Sebastián, a las noches madrileñas, a un programa de radio en mi pueblo que terminaría llevándome al matrimonio, a una buhardilla azul rodeada de nieve en Harvard donde preparo mi tesis doctoral sobre Muñoz Molina.

Vuelvo a colocar “Bomarzo” de Mujica Lainez, y me acomodo otra vez en el asiento del avión con el que cruzaré el océano camino de Buenos Aires, junto a Luis Aguilé. También cruzo el océano, pero ahora de vuelta a casa, cuando vuelvo a colocar una edición habanera de cuentos de García Márquez y la antología “Orbyta” de Lezama Lima.

Incluso hay otros que dulcifican el recuerdo febril y doloroso del viaje por las enfermedades, como “La Saga Fuga de JB” de Torrente Ballester en una magnífica colección de RBA de las que anunciaban en televisión cada septiembre, o como un “1984” de Orwell del mítico y siempre esperado Circulo de Lectores.

Del Círculo me llegó también un día “Cien años de soledad”, y esta novela me transporta en un acto mágico instantáneo a una rancia pensión madrileña de Argüelles, y la pensión me transporta a “La colmena” de Cela.

“El desorden de tu nombre” de Millás, en una edición de bolsillo de Destino, desvencijada y casi rota, me sube otra vez en decenas de trenes que atraviesan días y noches de once países de Europa, desde Irún a Estambul.

Los cuentos “Dublineses” de Joyce, en la colección de bolsillo de Alianza Editorial (bendita colección) me lleva a otra biblioteca, una de verdad, no como la mía, la del Trinity College de Dublín. Y “El Quijote” de una edición de Cátedra que me obligaron a comprar en el colegio me lleva, treinta años después, a una villa, a una casa y a un café de Florencia.

Y así puedo llegar a dar la vuelta al mundo el ochenta libros. Y es en ese momento cuando un interrogante me rodea como un asedio hostil. ¿Será posible que mis hijos, o mis nietos, puedan dar también algún día dar la vuelta al mundo en ochenta libros electrónicos?

A estas alturas del supuesto y teórico ecuador de mi vida se me hace impensable renunciar al libro como objeto físico, a su textura, a su olor, a sus anotaciones. Se me hace impensable, por tanto, hacer el recorrido que acabo de hacer en un dispositivo electrónico.

Aunque por otra parte me planteo que hay que evolucionar con los tiempos, y no renuncio a leer libros electrónicos. Haciendo una analogía me planteo que pensarían los monjes amanuenses, por ejemplo, ante la llegada de imprenta. También ellos observarían con estupor como sus miniaturas, sus filigranas y sus letras capitales ribeteadas entraban en un vía muerta de fatalidad. La diferencia, sin embargo, es que en este caso seguía existiendo el papel: el objeto físico y tangible que atraviesa territorios en el tiempo y en el espacio.

Decía Borges que siempre imaginó que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca. Yo acabo de dar una vuelta por mi paraíso particular a través de ochenta libros. No sé si algún día será posible adentrarse en el paraíso perdido de un libro electrónico.

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MUÑOZ MOLINA: UN PREMIO SÓLIDO

9 de Junio del 2013 a las 8:33 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Diario Sur 7-06-13 un-premio-solido.pdf

 Desde que me sumergí en calles de un “invierno en Lisboa”, en noches que olían a perfume jazz y de mujer fatal, ya no he podido dejar de leer a Muñoz Molina: de forma tan leal y casi compulsiva que me dediqué durante años a confeccionar una tesis doctoral sobre su obra.

De ahí que me permita subrayar lo que ha sido una constante en su poética desde que comenzó a publicar artículos en el Ideal de Granada: una huella continua en su literatura que a mí me gusta llamar su “civismo laico”, presente tanto en su faceta de ensayista como en su ficción de novelista y cuentista.

Y si hay un ejemplo claro de lo anterior ese no es otro que su último libro publicado y que gira alrededor de la cacareada crisis. En Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013), Muñoz Molina, desde este prisma que nunca ha abandonado de compromiso responsable con la sociedad de su tiempo, no deja títere con cabeza en esta España camisa nueva de mi esperanza. Porque es muy fácil echar la culpa de todos nuestros males a políticos y banqueros, pero no solo han sido ellos sino la inmensa mayoría de un país la que ha vivido por encima de sus posibilidades. Es más: no se habría llegado “tan lejos sin la indiferencia, la claudicación o incluso la adhesión de sectores amplios de la ciudadanía, y menos aún sin la mezcla de negligencia profesional, militancia sectaria y disposición cortesana de una parte de los medios informativos”.

Y quizás todo comenzó con la euforia de la Expo del 92: metáfora cuasi perfecta de lo que magistralmente Muñoz Molina define como “la predilección por el acontecimiento excepcional y no por el trabajo sostenido durante mucho tiempo; el triunfo del espectáculo sobre la realidad”.

Después de unos cuantos años de democracia seguimos sin respetar al que no piensa como nosotros. Seguimos ahondando más en lo poco que nos diferencia a las “naciones” españolas que en lo mucho que nos une. Más aún, seguimos detrás de banderas ideológicas rígidas y forzadas. Como bien dice el autor de Úbeda, en España te quedas solo “por haber llevado la contraria a algún mandamiento en la ortodoxia del propio bando sin la menor intención de pasarte al bando contrario”; por ser, por ejemplo, un homosexual que detesta el desfile del día del Orgullo Gay o ser un conservador que se declara ateo o simplemente laico. Es precisamente en esta cuestión religiosa donde, después de siglos, “era urgente una pedagogía visual que marcara la separación educada y tajante entre la religión y la vida cívica”; sin embargo, y para muestra un botón, no hay más que echar un vistazo a la última reforma educativa del ministro Wert.

No obstante, que esta crisis ponga en evidencia lo mucho que nos queda por andar no debe ser óbice para resaltar al mismo tiempo todo lo que hemos conseguido: una sistema educativo, sanitario y de pensiones que se aprecia mucho más si vives un tiempo –como nos ha ocurrido a Muñoz Molina y al que suscribe- en países tan potentes en lo económico como los mismísimos Estados Unidos. “Lo que para nosotros era inusitado para nuestros padres y nuestros abuelos había sido inimaginable: lo mismo que para nuestros hijos ha sido casi tediosamente normal y sólo ahora está en peligro”. Por eso debemos ser conscientes de lo que hemos conseguido y conservarlo. Porque no podemos dejar de reconocer, y no podemos perder, a científicos, empresas, deportistas, artistas y profesionales que son apreciados, valorados y respetados en cualquier parte del mundo. Y sin embargo, también eso se cuestiona ahora.

Por eso, ahora más que nunca, ahora que se tambalea “todo lo que era sólido”, es necesario la unión y el pacto: “la clase política ha dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y a ahondar heridas, y a inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos ahorren el desgaste de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en los esfuerzos necesarios”.

La vuelta a una sosegada alegría colectiva, a la ilusión, al futuro, no depende solo de los políticos y de los banqueros. Todos, desde nuestra sencilla y humilde posición, debemos echar una mano, porque son respetables y admirables, porque necesitamos a “todos aquellos que han amado lo que hacían y han ejercitado su profesión con sentido del deber y conciencia de que estaban contribuyendo en algo al bienestar común”. Y en todos ellos está la solución.

Y para ello necesitamos pensadores como Muñoz Molina, mentes independientes que nos destilen todo lo bueno que hay que conservar y todo lo malo que hay que desterrar en nuestra sociedad, mentes que se merecen, con solidez y con justicia, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Aunque sólo sea, como diría Camus, para tener la tranquilidad de saber que las tardes perfectas de Septiembre seguirán sucediendo cuando nosotros no estemos.

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PANTEÍSMO Y CINE

5 de Mayo del 2013 a las 9:45 Escrito por Jaime Aguilera

La doctrina conocida como panteísmo ateo -o panteísmo naturalista- no invoca ninguna realidad trascendente, pero si en cambio una única verdadera: la Naturaleza. Sin embargo, en esa supuesta inmanencia que niega la existencia de la divinidad sí existe una elevación del espíritu humano: elevación hacia lo trascendente –sea divino o no- que se produce en la soledad de las montañas, en el silencio del amanecer, en la contemplación de las noches estrelladas.

El otro día volví a ver El río de la vida, la película en la que Robert Redford dirige a un joven Brad Pitt que se había dado a conocer con Thelma y Louise. Y me volví a emocionar con sus paisajes, con su música, con las palabras poéticas del hermano que hace de narrador voz en off. Me volvió a subyugar la fuerza de luz –no en vano se llevó ese año el Oscar a la mejor fotografía- y la grandiosidad de los valles de Montana.

Fue entonces cuando descubrí que, desde hace ya muchos años, había tres películas de cabecera que quería ver una y otra vez: quizá porque, sin yo saberlo, los había convertido en una suerte de tres libros sagrados de la Biblia del panteísmo cinematográfico: El río de la vida, El cazador y Las aventuras de Jeremiah Johnson.

Dersu Uzala, “el cazador” que inmortalizó Kurosawa nada más y nada menos que en 70 mm., no quería dominar la Naturaleza como los topógrafos del ejército ruso que exploraba el río Ussuri: la taiga siberiana era su aliada, y había que vivir sirviéndose de ella cazando sus piezas, pero respetándola de igual a igual.

El soldado Jeremiah Johnson -otra vez Rober Redford, ahora como actor- se cansa de vivir en la ciudad y se dirige a las Rocosas. Comienza así la vida solitaria de un furtivo que vive –como Dersu Uzala- de lo que caza: una vida en la que tiene que aprender a valerse por sí mismo, a vivir de la Madre Naturaleza.

Para un panteísta cinematográfico cualquier sitio es bueno para aposentar su vista: sea Montana, las Rocosas o la taiga siberiana. Incluso la bahía de Málaga, sobre la que ya amanece: el sol hace un rato que ha despertado a la Sierra de Mijas, las palmeras siguen dormidas, el mar no está calmo del todo.

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El ajedrez, una asignatura pendiente.

24 de Abril del 2013 a las 12:42 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Diario Sur 24-04-2013 

 

En los foros pedagógicos se describen más de veinte razones por las que cualquier niño debería aprender a jugar al ajedrez. No voy a detenerme en repasar uno por uno todos estos argumentos, pero sí al menos me gustaría resaltar los que considero más importantes; o al menos agruparlos en dos grupos a la hora de aportar añadidos a la formación integral de un menor: las que podríamos denominar ventajas cognitivas y lo que ahora se viene en llamar “educación en valores”.

Quizás las primeras, las cognitivas, son las más recurrentes. Si ahora mismo nos pusiéramos en calle Larios a preguntar los beneficios que puede tener para nuestros hijos que jueguen al ajedrez, habría muchos que hablarían de desarrollo de la capacidad intelectual y del pensamiento lógico. Y eso es cierto, y es muy importante: simplemente habría que reforzar esta idea con matices más loables, y menos conocidos. El ajedrez, a nivel puramente cognitivo, y de una forma divertida, no sólo desarrolla el razonamiento lógico: también mejora la memoria visual, el poder combinatorio, la velocidad de cálculo y la creatividad. Dicho de otro modo, el ajedrez no sólo “es bueno” para las matemáticas; es bueno “también” para algo tan crucial como el aprendizaje de los idiomas –sea o no el castellano-, la literatura o la geografía.

Y sobre todo es bueno, en una sociedad donde nuestros pequeños se ven abordados por infinidad de estímulos audiovisuales que los dispersan, para ahondar en el poder de la concentración. En el poder de la quietud. En el poder del silencio.

Casi no hace falta decir que todo lo anterior va a redundar en una coraza de autoconfianza para el jugador, en un mínimo de autoestima necesaria para crecer, para seguir aprendiendo de los errores y de los aciertos.

Pero lo que me gustaría destacar más si cabe, por ser el verdadera axioma de nuestra responsabilidad como formadores, es el uso del ajedrez para insuflar valores fundamentales. Los niños y las niñas no consideran el ajedrez una materia ardua y aburrida que tienen que aprender, los niños y niñas “juegan” al ajedrez: por eso es la jeringa idónea para inyectar, sin que apenas se den cuenta, toda una batería de principios que deberían guiar sus modelos de conducta. El ajedrez “educa” en tres vértices básicos de nuestro desarrollo como personas, un triángulo que, por desgracia, parece cada vez más olvidado en las aulas y, sobre todo, en la salita de estar. En primer lugar, el ajedrez educa en el esfuerzo, el ajedrez hace que el niño aprenda el valor de trabajar arduamente, concentrarse y empeñarse, que se de cuenta de que en la vida las cosas no vienen de la nada. En segundo lugar, el ajedrez educa en la igualdad. En este juego no hay sexos, no hay hombres y mujeres, no hay clases sociales, no hay ricos y pobres, ni siquiera hay discapacidades como un autismo ausente: solo un simple tablero y un contrincante al que hay que respetar por el mero hecho de sentarse enfrente. Por último, y quizás lo más importante, en tercer lugar, el ajedrez enseña algo tan obvio –pero tan olvidado hoy en día en todas las esferas- como que cada uno es responsable de sus propios actos; algo tan básico y tan esencial como el saber que si uno actúa debe aceptar las consecuencias; porque si uno mueve la dama a un sitio equivocado la perderemos, y habrá que aceptar la derrota con dignidad y aprender para la siguiente. Hoy en día, donde –desde las más altas jerarquías a las clases más humildes- todos nos creemos con derecho a todo y sin tener que responder por nada, el ajedrez enseña que sí importa lo que decidimos y sí tenemos que responder por sus resultados.

España ha sido cuna y origen del ajedrez tal y como hoy lo concebimos. Somos los creadores de la dama como pieza más poderosa. Solo por eso debería poder jugarse en cualquier plaza pública, como se puede hacer en cualquier rincón de la Europa civilizada. Sin embargo, como un ejemplo más de nuestra falta de civismo, podemos ver algunos tableros en mesas callejeras o en forma de mosaicos en el suelo de un paseo marítimo. Pero nunca nos podremos servir de unas piezas públicas para jugar, posiblemente porque nunca las hubo, o porque si las hubo alguien se las llevó, aunque solo fuera para abandonarlas después en cualquier sitio.

Pero al menos habría que empezar por nuestras escuelas. El parlamento español y el europeo están aprobando iniciativas en este sentido, al igual que comunidades autónomas como la canaria o la extremeña. En el colegio público Parque Clavero, gracias al Ampa Jacaranda, a la Federación Malagueña de Ajedrez, a la Junta de Andalucía y al Ayuntamiento de Málaga, lleva dos años funcionando una escuela municipal de ajedrez, con interesantes resultados.

Solo cabe una pregunta final: si las manualidades, la educación física, la religión o la música son asignaturas curriculares, por qué no el ajedrez.

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DÍAS DE LLUVIA

31 de Marzo del 2013 a las 13:30 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en 7 Días Andalucía, diciembre de 2009. 

 

Cae la lluvia sobre el mar; cae la lluvia, lánguida y dócilmente, sobre los montes, sobre los barbechos, sobre los tejados, sobre los caminos…

Siempre me ha dicho mi padrino que no hay mayor placer que fumar debajo de un tejadillo mientras chapotea el agua en los charcos. Se ve que lo he heredado, porque cuando veo llover siento unas ganas irreprimibles de encender la pipa y, como diría Wilde, la única forma de vencer la tentación es caer en ella.

Cae la lluvia sobre los coches, sobre estatuas inmóviles, sobre las antenas, sobre las piedras de la sierra…

La Naturaleza ha tenido un detalle con Andalucía y, tras el fracaso de la cumbre de Copenhague, ha querido regalar a esta sedienta tierra con unos cuantos litros por metro cuadrado.

Cae la lluvia en forma de oro transparente, en forma de poesía; porque, en mi humilde opinión, una de las palabras más hermosas –junto a “vida” o a “agua”- es justamente la palabra “lluvia”: repítanla varias veces y comprobarán su sonoridad serena.

La lluvia aminora la prisa de nuestras vidas, sus paseos, sus miradas, sus besos, sus caricias, sus ausencias…

Me acuerdo de los urbanitas que cuando ven un campo de cebada recién nacida dicen que bonito está el césped, y cuando llueve sobre la ciudad dicen “qué fastidio”. Olvidan que después son ellos los que comen el pan de césped y se duchan con el agua que tanto les ha fastidiado.

Cae la lluvia sobre la memoria, sobre los cementerios, sobre los vivos y sobre los muertos. Mientras sigo mirando por la ventana, mientras me adormezco con la machadiana monotonía de lluvia tras los cristales, sigo saludando –juntando las tres palabras que me gustan- a la muchas veces añorada lluvia: el agua de la vida.

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NIEVE

3 de Marzo del 2013 a las 10:53 Escrito por Jaime Aguilera

Después de la última nevada he vuelto a releer, y quiero compartirlo con vosotros, este artículo publicado en marzo de 2005 en el semanario Andalucía Centro.

NIEVE 

En la mañana inundada de un fogonozo atronador de blancura, el citröen dos caballos sube el puerto de Zafarraya. En la parte de atrás, mezclados con las orzas y ollas de la matanza, dos chiquillos juegan a la aventura de la nieve. Mientras tanto, su padrino, con un renault cinco rojo y flamante tira con un cable porque se han quedado atascados.

En la tarde gozosa de la niñez tardía, con un plástico que le han quitado a un colchón Flex guardado en la cochera, las carcajadas limpias y sonoras se resbalan por el talud de El Pilón, sobre la tierra yerma cubierta repentinamente con un manto de armiño; sobre la misma tierra sobre la que ahora ya sólo hay casas y más casas, acrecentando la lejanía de un invierno que ya no volverá nunca más.

En una noche que tiene una antigüedad curtida por el fragor luminoso del fuego, la madre hace punto inglés mientras y el hijo juega a ser un caballero, también inglés, que lee en bata junto a la chimenea. Los dos, con sus miradas furtivas a la farola solitaria en el campo, pueden ver la caída de los copos de nieve que llenan de paz inmaculada la negra oscuridad.

En una madrugada lejana en millas y cercana en el alma, dos jóvenes se despiden de sus amigos, salen del pub y comienzan a pasear de regreso a su buhardilla de madera. El parte meteorológico no se ha equivocado, la Mass. Avenue y la calle Iman son un remanso de silencio limpio y blanco, casi fantasmagórico. La nieve cruje bajo sus pies y sus miradas reflejan el brillo sosegado de su estupor.

La nieve es la película de nuestra vida, es el trineo de la infancia de Ciudadano Kane, la nieve es la soledad dura y serena de un Jeremías Johnson prematuramente maduro, la nieve es la que cae en la noche de Dublín, lánguidamente, sobre todos los vivos y sobre todos los muertos.

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Poema instantáneo

24 de Febrero del 2013 a las 19:40 Escrito por Jaime Aguilera

No es la memoria la que acude al poeta,

no es la traída y marchita nostalgia,

es el puro instante,

el mar azul

calmo,

la brisa quijotesca del molino,

es, por encima de todo,

la melodía de amor

derramada por el vientre de esperanza,

arpegiada por manos de paz,

engendrada en la sonrisa desprendida.

No es la memoria la que acude al poeta,

no es la traída y marchita nostalgia,

es el puro deseo de dar gracias,

de evaporarse en este poema fugaz,

instantáneo…

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LECTURAS PROHIBIDAS

16 de Febrero del 2013 a las 8:48 Escrito por Jaime Aguilera

(Nota preliminar: Ya iba siendo hora de que publicara en este blog el cuento que le da nombre y que escribí hace 23 años)

LECTURAS PROHIBIDAS

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Abrí la puerta del ascensor. Seguí avanzando hasta llegar al portal. Su nombre seguía estando allí, en el buzón del 3ºA: Sara Guerrero Rodas. Al salir a la calle noté una agradable y fresca brisa matutina. Me gusta dar un paseo los domingos por la mañana porque tienen algo muy especial; aunque todo el cielo esté nublado, las mañanas de los domingos son muy luminosas. Todavía era algo temprano y no había mucha gente en la calle, la mayoría estaría en la cama sudando la resaca del sábado por la noche. El sol cada vez brillaba con más fuerza y empezaba a hacer un poco de calor. Me fijé en su ventana, ¿qué estaría haciendo ahora?, lo más seguro es que estuviera todavía acostada sobre una cama con sábanas de seda, su largo pelo rubio le cubriría parte de su cara y el camisón que tantas veces había visto en el tendedero de la ropa resaltaría todas sus fantásticas curvas. Seguí caminando, no quería pensar mucho en ella porque me deprimía, me angustiaba saber que era una mujer inalcanzable para mí, para un simple empleado de banca. Sin embargo, continuaba conservando un cierto atractivo, mis ojos seguían siendo un arma letal en las conquistas, y mi pelo no mostraba ningún atisbo de calvicie. Me consolé exagerando mis virtudes, era el único antídoto si me resignaba a la idea de que nunca la conseguiría porque era algo muy superior a mis aspiraciones.

 

 

Seguía caminando pausadamente, me sentía solo al ver las calles tan desiertas, decidí acercarme al Rastro. No tuve que coger el metro porque no está lejos de mi apartamento. Allí, a pesar de la hora que era, la gente bullía por todas partes. Moros, negros, gitanos y blancos, en un gran coktail de razas, intentaban vender todo lo que podían al precio que impusiera nuestro interés. Tropecé con una barra de metal y casi atropello con mi cuerpo a una vieja que quería parecer más joven comprando pulseras estrambóticas, anacrónicas para ella.

 

Cuando ya estaba un poco harto de oler la soledad de la gente de la gran ciudad, me llamó la atención un pequeño puesto que tenía de todo. Lo regentaba un hombre de grandes patillas, su aspecto era desaliñado y, por la forma en que se expresaba, se deducía el poco tiempo que había perdido en los pupitres. Me acerqué educadamente, le pregunté cuanto valía un candelabro que parecía que era de plata. Dividí por la mitad el precio que me había ofrecido y se me quitaron las ganas de comprarlo. Estaba a punto de marcharme desilusionado por los precios del mercado cuando me enseñó un libro algo voluminoso. Lo que pedía por él era una ganga teniendo en cuenta que tenía una buena encuadernación de cuero y ribetes de oro. Parecía conservar todavía la señal indeleble de haber permanecido olvidado largo tiempo en los anaqueles de alguna pequeña biblioteca. Daba la impresión de ser una edición antigua de “Los crímenes de la calle Morgue” de Allan Poe; por lo menos, ese era el título que tenía en la portada. Pensé que por su gran volumen debería tener más relatos de este alcohólico empedernido. Al abrirlo para cerciorarme de esto, descubrí que no había ninguna sola palabra escrita en todas y cada una de sus páginas, todo era papel inmaculado. El hombre de las grandes patillas no pudo disimular su enfado y al ver que había descubierto la estafa rebajó su oferta. Sólo por el lujo de sus tapas merecía la pena adquirirlo: acepté el trato. El gesto del hombre estaba reflejando el gran peso que se había quitado de encima y yo me pregunté de dónde lo habría robado.

 

De vuelta a casa estuve dándole vueltas a mi cabeza pensando en la utilidad que podría tener aquel mamotreto. No tenía agenda y quizás ese era su destino más propicio. Hallé otro mucho mejor, sería mi diario dedicado a ella, escribiría poesías cursis y cartas desesperadas que no leerían sus ojos verdes. El proyecto me sedujo con tal fuerza que aquella mañana de domingo fue mucho más luminosa.

 

Intentaba quedarme dormido pero no lograba conseguirlo, así que cogí la extraña edición de la obra de Poe que estaba en la mesilla de noche y preparé la pluma que me regaló mi padre. Mi imaginación se emborrachó de la imagen de aquella mujer del 3ºA. La conocí hace varios años, cuando se mudó a mi bloque. Desde el primer momento en que la vi mi cuerpo se estremeció. Trabajaba como vendedora en unos grandes almacenes. Había intentado varias veces salir con ella pero no me atrevía a proponérselo; y si lograba vencer mi timidez, siempre tenía algún compromiso. Por la luz de su ventana sabía que de vez en cuando se quedaba hasta tarde por la noche, leyendo libros y libros. Tenía aires de mujer liberal, inteligente y moderna. Era maravillosa. Un repentino deseo de escribir me llevó a buscar las primeras páginas, el título del diario no lo sabía pero ya se me ocurriría alguno. En el momento de intentar engarzar las primeras palabras para dar comienzo al relato ocurrió el hecho más sorprendente de mi vida. Una serie de colores fueron apareciendo sobre el blanco papel, colores que no eran haces de luces proyectados sobre la página sino que tenían un cariz plástico o pictórico. Paulatinamente conformaron una figura humana muy difuminada al principio, pero que después alcanzó una mayor precisión de sus perfiles. Era como estar viendo a través de un cuadro viviente, o de una película de dibujos animados de alta definición. La figura alcanzó su completa delimitación: era Sara. Asustado, cerré el libro rápidamente pero, embaucado por la curiosidad de todo humano, volví a abrirlo. Al instante, se originó el mismo extraño proceso. Se podía ver de nuevo a Sara, estaba en su cocina, tenía un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero. Se frotaba las manos con extrema suavidad, sus zapatos de tacón la hacían mucho más elegante en un sitio tan poco refinado como puede ser una cocina pequeña y utilitaria.

 

Aquello era fascinante, la mujer de sus sueños no tenía secretos para él. Un deseo latente durante muchos años cobraba vida, el anhelo desesperado de aquella misma mañana se hacía realidad, sus ansias de curiosidad tenían la oportunidad de ser colmadas por aquel esotérico ejemplar para bibliófilos, o más bien para cinéfilos o amantes del cómic. Observé como ella había cenado frugalmente, lavó los pocos platos sucios, se limpió las manos y después se las volvió a refregar sobre la tela de su vestido. Se fue de la cocina, por un momento pensé que el juego de los espías sólo tenía como ámbito de actuación esa habitación pero no fue así. Sara se dejó llevar por el Puccini soberbio, delicado y profundo de “La Boheme”. Se sentó en el sillón, estiró sus atractivas piernas y se echó hacia atrás. Así permaneció varios minutos, después apagó el equipo de música y todas las luces de su piso excepto el fulgor tenue que radiaba la pequeña lámpara de su cuarto. Dejó suelto su pelo y cayó flácidamente, se desabrochó la cremallera de la espalda que tenía su vestido y dejó ver un camisón de seda finísima color hueso que se pegaba a su cuerpo por todos sus rincones. Se desprendió de él por encima de su cabeza, su piel era de un blanco suave y frágil. Su sujetador y sus bragas parecía que se resistían a abandonar su papel de eróticos continentes, pero no tardaron mucho en seguir el destino de todas sus prendas de vestir. Su desnudez se liberó de todas sus cadenas y ofrecía con orgullo su sensual plenitud. Sus pechos eran redondos y duros; sus caderas, sinuosidades perfectas; su pubis, el triángulo de la vida.

 

Durante muchos días el libro fue una auténtica obsesión, una drogodependencia. Hasta tal punto llegó el síndrome que me lo llevaba al trabajo y lo hojeaba en los servicios. Con el tiempo llegué a conocer todos los movimientos de Sara, sus aficiones, sus regímenes de comida, la rutina de su trabajo. Algunas veces se quedaba mirando por su ventana, vi resbalar por su cara más de una lágrima: sus esporádicas aventuras del fin de semana no impedían que se sintiera sola.

 

En una noche llena de decisión, y con la ayuda del alcohol, llamé a su puerta. Enseguida me reconoció y me dejó pasar. Llevaba la bata blanca, muy familiar para mí después de mis pesquisas. Me ofreció una taza de té y sin darnos cuenta estuvimos hablando hasta muy tarde. Yo jugaba con ventaja, sabía que aquella noche se sentía sola y me aproveché de ello.

 

La costumbre de las tazas de té se fue consolidando, quizás habíamos vivido demasiado tiempo aislados en nuestras celdas. En una de nuestras tertulias nocturnas le propuse bailar allí mismo, conocía su canción favorita. Cuando la seleccioné de entre sus discos sin que ella hubiera dicho nada su expresión denotó una gran alegría. La luz se fue apagando al compás de la música. Nuestros cuerpos, al principio recelosos uno del otro, perdieron todo su pudor y su cautela. El roe era continuo, el tacto se convertía en algo sensual, en el sentido más primordial de los cinco. Nos miramos, cerramos los ojos y mi boca buscó la suya en un rastreo a ciegas. Fue una velada inolvidable, pasional y sudorosa. Al amanecer todavía estábamos haciendo el amor, extenuados y ebrios de tanta voluptuosidad.

 

Nuestra relación se estrechó cada vez más. No le mencioné para nada el libro, no por temor a perderla sino por miedo a que dejara de ser mi juego favorito. Llegué a conocerla palmo a palmo, era hija única y sus padres nunca le inspiraron mucho respeto. Se escapó de casa y no más supo nada de ellos o de su familia, no volvió a tener contacto con su vida anterior. Gracias a su belleza conoció a un ejecutivo que le ofreció un buen trabajo en unos grandes almacenes; después de varios meses de relación el hombre se casó con otra joven, hija de una famoso industrial. No se reunieron más sábados en su apartamento: se lo vendió a Sara a un precio razonable porque no quería que nadie supiera nada de aquella aventurilla con una dependienta. Desde entonces Sara se estableció allí, viendo pasar el tiempo hasta que alguien compró una obra de Poe en el Rastro.

 

Las semanas pasaban y pasaban con la misma cadencia.

 

Algo puramente pasional se termina convirtiendo a la larga en algo tedioso. Hacer el amor pasó a ser un acto rutinario y falto de interés. Sara ya no tenía ningún misterio para mí, toda entera me pertenecía gracias al libro y a mi habilidad, llegué a no encontrar ningún tipo de aliciente, ningún ápice de ilusión. Todas las cosas que se hubieran podido hacer en aquella buhardilla ya habían sido experimentadas. Las reglas del juego prohibían seguir jugando si aparecía la monotonía. La diversión había tocado a su fin. El niño se había hartado de su muñeca y no entendía por qué seguir con la misma si tenía un catálogo entero donde escoger. Eso fue lo que pensé, no podía resistir la tentación que me ofrecían “los crímenes de la calle Morgue”. Desaparecida Sara, otra protagonista ocuparía su puesto en la película de dibujos animados, sería una nueva mujer que poseer invadiendo su intimidad.

 

La vida volvía a recobrar el pulso perdido. No podía aguantar más, tenía que hacer algo para pasar al segundo capítulo de la serie. Tan solo era necesario que el director la expulsara del guión, tenía que morir para que pudiera seguir jugando. Su muerte era un paso obligado y fácil de ejecutar. Sería una muerte lenta y suave. No cabe duda, sería un buen final para la representación de este drama en el que yo era el autor omnisciente.

 

Al día siguiente, con la ilusión de un niño, la amenacé con un cuchillo de cocina, se creía que era una broma pero al observar mi mirada comprendió que iba en serio. Le dije que se desnudara. Llené la bañera de agua caliente y la até de pies y manos pero dejando un pequeño hueco en sus muñecas. La amordacé para que no pudiera gritar y la obligué a que se metiera en la bañera. Con el mismo cuchillo de cocina cogí sus muñecas atadas y les hice dos cortes profundos, vi su cara de espanto y de impotencia.

 

Salí del cuarto de baño y volví a mi apartamento, abrí de nuevo lo que se había convertido en mi diario y en sus páginas pude ver otra vez la misma expresión de terror. Intentaba retorcerse y escapar pero no podía. El agua iba siendo cada vez menos incolora y más roja. Sus ojos eran pura desesperación pero al perder mucha sangre se fue adormilando y al final conservó un rictus no de tensión, sino de paz. Volví a su apartamento, la desaté y me llevé todo lo que tuviera alguna relación conmigo. Al cabo de muchos días, dos de sus compañeras de trabajo vinieron a visitarla para ver que le ocurría, al no contestar nadie llamaron a la policía. El cuerpo estaba a punto de podrirse -yo no perdía detalle con el libro- y después de conocer su vida, la policía no tuvo dudas de que aquello había sido un clásico suicidio. Su entierro no fue un entierro sino un formalismo necesario.

 

Al fin podía continuar con el juego.

 

El banco había contratado una nueva chica que apenas contaba dieciocho años, era muy guapa. Estaba pensando en su boca cuando abrí el libro por la página siguiente al ficticio primer capítulo. La imagen que apareció no era la de la nueva empleada. Era la de la tumba de Sara que estaba abierta, a su lado, ella, en vías de descomposición, me miraba directamente a los ojos. Sentí un miedo terrible, me ahogaba. La distancia del cementerio a mi casa no era precisamente una eternidad. Pulsé el botón para llamar al ascensor, no llegaba, ¿qué pasaba?, ¿por qué no subía el maldito ascensor?. Bajé las escaleras de tres en tres, el nudo de la corbata era una auténtica horca, llegué al rellano de la portería. Me di cuenta de que llevaba el libro, me mojé los dedos de saliva y los correteé buscando la última página: apareció Sara, estaba ya muy cerca de mi casa, iba disfrazada con una gabardina, unas gafas y un sombrero para que la gente no se diera cuenta de que era un monstruo que yo había creado. Cerré el libro y lo tiré a una papelera, no quería saber nada más de aquella invención satánica. Bajé al sótano en busca de mi coche, saqué las llaves y las puse en el contacto, cuando iba a arrancarlo un cuchillo de cocina que me era conocido se clavó en mi pecho. Miré a mi derecha, la satisfacción y la venganza cumplida se reflejaban en Sara. Un dolor intenso me llegó al corazón y a los pulmones.

 

Me había equivocado de sexo, el autor tenía nombre de mujer y yo era simplemente uno de sus personajes. No podía respirar, la cabeza me daba vueltas, no sentía mis piernas y mis manos no…

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

Mi hijo, que acababa de volver del colegio, me enseñó un libro que había encontrado tirado en una papelera. Observé su portada con detenimiento, era un gran admirador de la obra de Poe. Al abrirlo justamente por la mitad ocurrió uno de los fenómenos más singulares que me han pasado. Una serie de colores se fueron conjuntando y formando una silueta de una persona humana: su cara la había visto en algún lado. Al momento la recordé. Por la mañana había ido de compras con mi mujer, la señorita que nos atendió era la misma que ahora se me aparecía mediante este artilugio. Era muy atractiva, llevaba un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero…

 

 

 

  Madrid, invierno de 1990

 

(*) Primer premio del IV Certamen de cuento de los Colegios Mayores. Ciudad Universitaria-Madrid, mayo de 1990.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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