(Nota preliminar: Ya iba siendo hora de que publicara en este blog el cuento que le da nombre y que escribí hace 23 años)
LECTURAS PROHIBIDAS
CAPÍTULO PRIMERO
Abrí la puerta del ascensor. Seguí avanzando hasta llegar al portal. Su nombre seguía estando allí, en el buzón del 3ºA: Sara Guerrero Rodas. Al salir a la calle noté una agradable y fresca brisa matutina. Me gusta dar un paseo los domingos por la mañana porque tienen algo muy especial; aunque todo el cielo esté nublado, las mañanas de los domingos son muy luminosas. Todavía era algo temprano y no había mucha gente en la calle, la mayoría estaría en la cama sudando la resaca del sábado por la noche. El sol cada vez brillaba con más fuerza y empezaba a hacer un poco de calor. Me fijé en su ventana, ¿qué estaría haciendo ahora?, lo más seguro es que estuviera todavía acostada sobre una cama con sábanas de seda, su largo pelo rubio le cubriría parte de su cara y el camisón que tantas veces había visto en el tendedero de la ropa resaltaría todas sus fantásticas curvas. Seguí caminando, no quería pensar mucho en ella porque me deprimía, me angustiaba saber que era una mujer inalcanzable para mí, para un simple empleado de banca. Sin embargo, continuaba conservando un cierto atractivo, mis ojos seguían siendo un arma letal en las conquistas, y mi pelo no mostraba ningún atisbo de calvicie. Me consolé exagerando mis virtudes, era el único antídoto si me resignaba a la idea de que nunca la conseguiría porque era algo muy superior a mis aspiraciones.
Seguía caminando pausadamente, me sentía solo al ver las calles tan desiertas, decidí acercarme al Rastro. No tuve que coger el metro porque no está lejos de mi apartamento. Allí, a pesar de la hora que era, la gente bullía por todas partes. Moros, negros, gitanos y blancos, en un gran coktail de razas, intentaban vender todo lo que podían al precio que impusiera nuestro interés. Tropecé con una barra de metal y casi atropello con mi cuerpo a una vieja que quería parecer más joven comprando pulseras estrambóticas, anacrónicas para ella.
Cuando ya estaba un poco harto de oler la soledad de la gente de la gran ciudad, me llamó la atención un pequeño puesto que tenía de todo. Lo regentaba un hombre de grandes patillas, su aspecto era desaliñado y, por la forma en que se expresaba, se deducía el poco tiempo que había perdido en los pupitres. Me acerqué educadamente, le pregunté cuanto valía un candelabro que parecía que era de plata. Dividí por la mitad el precio que me había ofrecido y se me quitaron las ganas de comprarlo. Estaba a punto de marcharme desilusionado por los precios del mercado cuando me enseñó un libro algo voluminoso. Lo que pedía por él era una ganga teniendo en cuenta que tenía una buena encuadernación de cuero y ribetes de oro. Parecía conservar todavía la señal indeleble de haber permanecido olvidado largo tiempo en los anaqueles de alguna pequeña biblioteca. Daba la impresión de ser una edición antigua de “Los crímenes de la calle Morgue” de Allan Poe; por lo menos, ese era el título que tenía en la portada. Pensé que por su gran volumen debería tener más relatos de este alcohólico empedernido. Al abrirlo para cerciorarme de esto, descubrí que no había ninguna sola palabra escrita en todas y cada una de sus páginas, todo era papel inmaculado. El hombre de las grandes patillas no pudo disimular su enfado y al ver que había descubierto la estafa rebajó su oferta. Sólo por el lujo de sus tapas merecía la pena adquirirlo: acepté el trato. El gesto del hombre estaba reflejando el gran peso que se había quitado de encima y yo me pregunté de dónde lo habría robado.
De vuelta a casa estuve dándole vueltas a mi cabeza pensando en la utilidad que podría tener aquel mamotreto. No tenía agenda y quizás ese era su destino más propicio. Hallé otro mucho mejor, sería mi diario dedicado a ella, escribiría poesías cursis y cartas desesperadas que no leerían sus ojos verdes. El proyecto me sedujo con tal fuerza que aquella mañana de domingo fue mucho más luminosa.
Intentaba quedarme dormido pero no lograba conseguirlo, así que cogí la extraña edición de la obra de Poe que estaba en la mesilla de noche y preparé la pluma que me regaló mi padre. Mi imaginación se emborrachó de la imagen de aquella mujer del 3ºA. La conocí hace varios años, cuando se mudó a mi bloque. Desde el primer momento en que la vi mi cuerpo se estremeció. Trabajaba como vendedora en unos grandes almacenes. Había intentado varias veces salir con ella pero no me atrevía a proponérselo; y si lograba vencer mi timidez, siempre tenía algún compromiso. Por la luz de su ventana sabía que de vez en cuando se quedaba hasta tarde por la noche, leyendo libros y libros. Tenía aires de mujer liberal, inteligente y moderna. Era maravillosa. Un repentino deseo de escribir me llevó a buscar las primeras páginas, el título del diario no lo sabía pero ya se me ocurriría alguno. En el momento de intentar engarzar las primeras palabras para dar comienzo al relato ocurrió el hecho más sorprendente de mi vida. Una serie de colores fueron apareciendo sobre el blanco papel, colores que no eran haces de luces proyectados sobre la página sino que tenían un cariz plástico o pictórico. Paulatinamente conformaron una figura humana muy difuminada al principio, pero que después alcanzó una mayor precisión de sus perfiles. Era como estar viendo a través de un cuadro viviente, o de una película de dibujos animados de alta definición. La figura alcanzó su completa delimitación: era Sara. Asustado, cerré el libro rápidamente pero, embaucado por la curiosidad de todo humano, volví a abrirlo. Al instante, se originó el mismo extraño proceso. Se podía ver de nuevo a Sara, estaba en su cocina, tenía un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero. Se frotaba las manos con extrema suavidad, sus zapatos de tacón la hacían mucho más elegante en un sitio tan poco refinado como puede ser una cocina pequeña y utilitaria.
Aquello era fascinante, la mujer de sus sueños no tenía secretos para él. Un deseo latente durante muchos años cobraba vida, el anhelo desesperado de aquella misma mañana se hacía realidad, sus ansias de curiosidad tenían la oportunidad de ser colmadas por aquel esotérico ejemplar para bibliófilos, o más bien para cinéfilos o amantes del cómic. Observé como ella había cenado frugalmente, lavó los pocos platos sucios, se limpió las manos y después se las volvió a refregar sobre la tela de su vestido. Se fue de la cocina, por un momento pensé que el juego de los espías sólo tenía como ámbito de actuación esa habitación pero no fue así. Sara se dejó llevar por el Puccini soberbio, delicado y profundo de “La Boheme”. Se sentó en el sillón, estiró sus atractivas piernas y se echó hacia atrás. Así permaneció varios minutos, después apagó el equipo de música y todas las luces de su piso excepto el fulgor tenue que radiaba la pequeña lámpara de su cuarto. Dejó suelto su pelo y cayó flácidamente, se desabrochó la cremallera de la espalda que tenía su vestido y dejó ver un camisón de seda finísima color hueso que se pegaba a su cuerpo por todos sus rincones. Se desprendió de él por encima de su cabeza, su piel era de un blanco suave y frágil. Su sujetador y sus bragas parecía que se resistían a abandonar su papel de eróticos continentes, pero no tardaron mucho en seguir el destino de todas sus prendas de vestir. Su desnudez se liberó de todas sus cadenas y ofrecía con orgullo su sensual plenitud. Sus pechos eran redondos y duros; sus caderas, sinuosidades perfectas; su pubis, el triángulo de la vida.
Durante muchos días el libro fue una auténtica obsesión, una drogodependencia. Hasta tal punto llegó el síndrome que me lo llevaba al trabajo y lo hojeaba en los servicios. Con el tiempo llegué a conocer todos los movimientos de Sara, sus aficiones, sus regímenes de comida, la rutina de su trabajo. Algunas veces se quedaba mirando por su ventana, vi resbalar por su cara más de una lágrima: sus esporádicas aventuras del fin de semana no impedían que se sintiera sola.
En una noche llena de decisión, y con la ayuda del alcohol, llamé a su puerta. Enseguida me reconoció y me dejó pasar. Llevaba la bata blanca, muy familiar para mí después de mis pesquisas. Me ofreció una taza de té y sin darnos cuenta estuvimos hablando hasta muy tarde. Yo jugaba con ventaja, sabía que aquella noche se sentía sola y me aproveché de ello.
La costumbre de las tazas de té se fue consolidando, quizás habíamos vivido demasiado tiempo aislados en nuestras celdas. En una de nuestras tertulias nocturnas le propuse bailar allí mismo, conocía su canción favorita. Cuando la seleccioné de entre sus discos sin que ella hubiera dicho nada su expresión denotó una gran alegría. La luz se fue apagando al compás de la música. Nuestros cuerpos, al principio recelosos uno del otro, perdieron todo su pudor y su cautela. El roe era continuo, el tacto se convertía en algo sensual, en el sentido más primordial de los cinco. Nos miramos, cerramos los ojos y mi boca buscó la suya en un rastreo a ciegas. Fue una velada inolvidable, pasional y sudorosa. Al amanecer todavía estábamos haciendo el amor, extenuados y ebrios de tanta voluptuosidad.
Nuestra relación se estrechó cada vez más. No le mencioné para nada el libro, no por temor a perderla sino por miedo a que dejara de ser mi juego favorito. Llegué a conocerla palmo a palmo, era hija única y sus padres nunca le inspiraron mucho respeto. Se escapó de casa y no más supo nada de ellos o de su familia, no volvió a tener contacto con su vida anterior. Gracias a su belleza conoció a un ejecutivo que le ofreció un buen trabajo en unos grandes almacenes; después de varios meses de relación el hombre se casó con otra joven, hija de una famoso industrial. No se reunieron más sábados en su apartamento: se lo vendió a Sara a un precio razonable porque no quería que nadie supiera nada de aquella aventurilla con una dependienta. Desde entonces Sara se estableció allí, viendo pasar el tiempo hasta que alguien compró una obra de Poe en el Rastro.
Las semanas pasaban y pasaban con la misma cadencia.
Algo puramente pasional se termina convirtiendo a la larga en algo tedioso. Hacer el amor pasó a ser un acto rutinario y falto de interés. Sara ya no tenía ningún misterio para mí, toda entera me pertenecía gracias al libro y a mi habilidad, llegué a no encontrar ningún tipo de aliciente, ningún ápice de ilusión. Todas las cosas que se hubieran podido hacer en aquella buhardilla ya habían sido experimentadas. Las reglas del juego prohibían seguir jugando si aparecía la monotonía. La diversión había tocado a su fin. El niño se había hartado de su muñeca y no entendía por qué seguir con la misma si tenía un catálogo entero donde escoger. Eso fue lo que pensé, no podía resistir la tentación que me ofrecían “los crímenes de la calle Morgue”. Desaparecida Sara, otra protagonista ocuparía su puesto en la película de dibujos animados, sería una nueva mujer que poseer invadiendo su intimidad.
La vida volvía a recobrar el pulso perdido. No podía aguantar más, tenía que hacer algo para pasar al segundo capítulo de la serie. Tan solo era necesario que el director la expulsara del guión, tenía que morir para que pudiera seguir jugando. Su muerte era un paso obligado y fácil de ejecutar. Sería una muerte lenta y suave. No cabe duda, sería un buen final para la representación de este drama en el que yo era el autor omnisciente.
Al día siguiente, con la ilusión de un niño, la amenacé con un cuchillo de cocina, se creía que era una broma pero al observar mi mirada comprendió que iba en serio. Le dije que se desnudara. Llené la bañera de agua caliente y la até de pies y manos pero dejando un pequeño hueco en sus muñecas. La amordacé para que no pudiera gritar y la obligué a que se metiera en la bañera. Con el mismo cuchillo de cocina cogí sus muñecas atadas y les hice dos cortes profundos, vi su cara de espanto y de impotencia.
Salí del cuarto de baño y volví a mi apartamento, abrí de nuevo lo que se había convertido en mi diario y en sus páginas pude ver otra vez la misma expresión de terror. Intentaba retorcerse y escapar pero no podía. El agua iba siendo cada vez menos incolora y más roja. Sus ojos eran pura desesperación pero al perder mucha sangre se fue adormilando y al final conservó un rictus no de tensión, sino de paz. Volví a su apartamento, la desaté y me llevé todo lo que tuviera alguna relación conmigo. Al cabo de muchos días, dos de sus compañeras de trabajo vinieron a visitarla para ver que le ocurría, al no contestar nadie llamaron a la policía. El cuerpo estaba a punto de podrirse -yo no perdía detalle con el libro- y después de conocer su vida, la policía no tuvo dudas de que aquello había sido un clásico suicidio. Su entierro no fue un entierro sino un formalismo necesario.
Al fin podía continuar con el juego.
El banco había contratado una nueva chica que apenas contaba dieciocho años, era muy guapa. Estaba pensando en su boca cuando abrí el libro por la página siguiente al ficticio primer capítulo. La imagen que apareció no era la de la nueva empleada. Era la de la tumba de Sara que estaba abierta, a su lado, ella, en vías de descomposición, me miraba directamente a los ojos. Sentí un miedo terrible, me ahogaba. La distancia del cementerio a mi casa no era precisamente una eternidad. Pulsé el botón para llamar al ascensor, no llegaba, ¿qué pasaba?, ¿por qué no subía el maldito ascensor?. Bajé las escaleras de tres en tres, el nudo de la corbata era una auténtica horca, llegué al rellano de la portería. Me di cuenta de que llevaba el libro, me mojé los dedos de saliva y los correteé buscando la última página: apareció Sara, estaba ya muy cerca de mi casa, iba disfrazada con una gabardina, unas gafas y un sombrero para que la gente no se diera cuenta de que era un monstruo que yo había creado. Cerré el libro y lo tiré a una papelera, no quería saber nada más de aquella invención satánica. Bajé al sótano en busca de mi coche, saqué las llaves y las puse en el contacto, cuando iba a arrancarlo un cuchillo de cocina que me era conocido se clavó en mi pecho. Miré a mi derecha, la satisfacción y la venganza cumplida se reflejaban en Sara. Un dolor intenso me llegó al corazón y a los pulmones.
Me había equivocado de sexo, el autor tenía nombre de mujer y yo era simplemente uno de sus personajes. No podía respirar, la cabeza me daba vueltas, no sentía mis piernas y mis manos no…
CAPÍTULO SEGUNDO
Mi hijo, que acababa de volver del colegio, me enseñó un libro que había encontrado tirado en una papelera. Observé su portada con detenimiento, era un gran admirador de la obra de Poe. Al abrirlo justamente por la mitad ocurrió uno de los fenómenos más singulares que me han pasado. Una serie de colores se fueron conjuntando y formando una silueta de una persona humana: su cara la había visto en algún lado. Al momento la recordé. Por la mañana había ido de compras con mi mujer, la señorita que nos atendió era la misma que ahora se me aparecía mediante este artilugio. Era muy atractiva, llevaba un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero…
Madrid, invierno de 1990
(*) Primer premio del IV Certamen de cuento de los Colegios Mayores. Ciudad Universitaria-Madrid, mayo de 1990.